
De nuevo el atardecer naranja, y los pájaros que parecen volverse locos.
Los dedos juegan un factor determinante en la historia de la humanidad. Esgrimen la afilada hoja de la espada o disparan la muerte. O son la vanguardia del amor o escriben los poemas o curan las heridas. O se entrelazan para rezar a Dios o suenan música. O señalan la belleza, o quizá el destino. O, discretamente, pasan las páginas de los libros. Y hablo de los dedos porque es lo que ahora miro...
El amor hace al hombre inmortal. Esto es algo que estudias en determinado momento. Lo verdaderamente increible es cuando percibes que es verdad, que es cierto, que tu vida enamorada trasciende toda corrupción.
Cuando uno se siente triste busca siempre la luz, busca iluminar la oscuridad de sus propios ojos.
¿Y si después de tanto tiempo no aprendo? ¿Y si después de tanto amor no quiero? ¿Y si después de tantas palabras no veo lo que me quiere decir su misterio?
Ahora mismo lo mejor que me podría ocurrir es un beso.
Cuando uno se ve como realmente es dan ganas de no seguir mirando.
En la sección de arte de los suplementos culturales es donde mejor percibo lo absurdo, la triquiñuela y el gato por liebre de nuestra sociedad, tan hipermoderna como pazguata.
Hablo con Dios de libros y de poemas, y de la inmensidad de la biblioteca que es su amor.
Sus cabellos en la almohada, los libros de versos, en la mesilla sus gafas violetas y el brillo de una pulsera. Toda la luz amanece para ella.
Su progreso es un retroceso constante hacia la tristeza.
Cuando escribía a mano, en el rumor de aquella caligrafía, notaba mucho más la sensualidad de las palabras (y su certeza); cuando lo hacía a máquina exploraba mejor su fonética y su ritmo. Ahora, en medio de este brillo tan irreal, tengo miedo de que desaparezcan y, lo reconozco, mi fe en las palabras ya no es la misma, aunque me empeñe en escribirlas y haya ganado en experiencia a la hora de hilvanarlas.
La prensa del corazón, algunos poemas, su falda y estas nubes que comienzan a ponerse serias, provocan en mí un voluptuoso desconcierto.
Para amar, ¡qué poco es un cuerpo!
El hombre ya no puede más, estamos todos hastiados de mentiras y falsos profetas. Necesitamos con urgencia de la verdad.
Quien ama conoce que el silencio
hace más perfecto al que lo reza.
La honradez es agua pasada, o la justicia o el pudor (y tal vez la inteligencia). ¿Lo normal? Enseñar las tetas o amancebarse con la quiromancia. Lo propio es provocar, engañar y enrollarse. Y desvirgar la pureza cuanto antes. Lo normal es murmurar de la fama del prójimo, robar a la empresa o comer hasta la extenuación de la conciencia. Pero hay gente que obra milagros con una sonrisa. Y el mundo ya parece distinto.
Cada día me encaramo a esa montaña mágica donde se apila esa incertidumbre que son siempre los libros.
Dios existe, leed a los poetas.
En un bolsillo había guardado una hoja. Una sencilla hoja de forma acorazonada. Observo sus nervios, el haz, el envés y el pecíolo (lo que da de si repasar Naturales con los hijos, hasta sé que es penninervia). La acaricio y me acaricio con ella la cara. Conserva su textura de luz y savia. Le hago dar vueltas entre mis dedos, y luego la pongo entre dos libros. Yo soy esta hoja: este friso de vida que sabe que muere.
Hoy ni leer ni escribir ni devanarme los sesos por nada. Hoy viajar por tierras de Castilla, ver sus campos y caer en la cuenta de algunos versos de Machado y de esas flores que pespuntean los caminos, y llegar a la orilla del Duero y sentarme a los pies de un chopo, y mirar con placidez el agua.
El hombre está hecho para lo bueno, para lo bello. El mal es un asunto muy feo.
Ser una persona virtuosa nunca ha estado muy de moda que digamos. Cunde la opinión de que genera extrañas patologías. Como la templanza, o la sinceridad, o la modestia. Incluso la honradez. Acabáramos. O la sobriedad de costumbres. Y esto duele. Cuando debiera ser al contrario. Porque son precisamente personas virtuosas y anónimas las que, en su cotidiana brega, sostienen todavía el tinglado. Se mire como se mire.
En resumidas cuentas: todo este agobio que es la vida, y todo este amor que siento.
Escribir es el arte de no quedarse en las palabras.
Sueños, trabajos..., y de cuando en cuando algunas palabras en donde suelo estar yo. O quizá no, y es ella.
Leo porque me relaja y aprendo a sentir más adentro. Leo porque estoy enamorado de los libros. Leo porque es mi manera de rezar y de agradecer a Dios este destello de tiempo que es mi vida. Leo porque vivo más intenso. Leo porque necesito despejar incógnitas y tomar el aire. Leo porque ando detrás de algo que no sé decir muy bien. Leo para ejercitarme en el nobilísimo arte del silencio. Leo porque es mi forma de ver…
Este bullir de alma, estas palabras que no aciertan.
La prestancia del río Duero camino de San Saturio (he de buscar en casa la novela de Gaya Nuño); flanqueado por olmos, gorriones, hiedras, vencejos. Con remolinos en el agua y en el tiempo; y el recuerdo al olmo seco de Machado ("Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido") y poniendo al día el azul de mis sueños.