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Reflexiones, poemas, escorzos de vida, fe de lecturas, noticias de amigos... No pretende ser un desahogo, más bien un diálogo. Un demorarme en el resplandor de nuestra existencia. Y en su literatura.


miércoles 30 de junio de 2010

Rafael Hidalgo y la certeza de un buen libro sobre Julián Marías


Hace unas semanas se me acercó un lector en mitad de una fiesta colegial. Se celebraba el final del curso. Niñas disfrazadas, música, bailes… Las cervezas buscando la sombra. Conversaciones, alborozo, abrazos. ¡Cuántas fotografías y videos! Todo para resguardarnos del tiempo y su paso. Abuelos y padres, hijos, nietos. Sombrillas. Familias. Correrías de los más pequeños. Globos de agua que se estrellan contra el suelo o contra la espalda de alguna niña. Mamás jovencísimas, todas muy guapas y elegantes. Conversaciones sin fin sobre los hijos. Los chopos y el viento entre las hojas, el viento y las latas de coca-cola que ruedan por el recreo. Decía que un amigo de mi hermano que resulta que además de leerme escribe, etcétera, se me acercó. Hablamos un rato largo y me ofrecí a leer su manuscrito. Reconozco que me entusiasmo enseguida. La posibilidad de un buen libro me apasiona, y en este caso más todavía. A los dos días -o cuatro o seis- ya lo tenía en el buzón de mi casa. Allí estaba el sobre, y dentro el manuscrito, y una carta.

Me puse a leerlo inmediatamente. El título: Julián Marías, retrato de un filósofo enamorado. El autor: Rafael Hidalgo (que ya había escrito su tesis doctoral sobre el filósofo). Leí y leí. Leí por la mañana, por la tarde y de madrugada. Leí con emoción y sin pausa, inmerso en una de personalidades intelectuales del siglo XX español que más me fascinan. Por su integridad y clarividencia, por su coherencia y lealtad. Leí sin tregua, consultando de por medio distintas obras de Julián Marías. Sobre todo sus Memorias (Alianza) y su libro sobre Unamuno. Leí y leí. Y es verdad, tiene toda la razón Rafael Hidalgo: el amor es la columna vertebral de todo su actuar y pensar y sentir. El amor a su mujer e hijos, el amor a sus amigos y maestros, el amor a la verdad y a la filosofía, el amor a Cristo, el amor a España; e incluso el amor a sus enemigos, que no dejaron de importunarle o traicionarle; el amor a los que le envidiaban (el pesar por el bien ajeno es un cáncer tremendo en la patria de Cervantes y Pérez Galdós); gentes que le desearon mal sin causa alguna; el amor a los que le minusvaloraban o hacían chanza de él o de su obra.

Julián Marías era un humanista nato, era un políglota del lenguaje del alma; Julián Marías era un erudito verdadero, porque estudiaba en la vida -antes que en los libros- la esencia de pueblos y personas. Julián Marías era un hombre bueno, muy bueno, y por esto mismo era un hombre sabio, muy sabio. Y era un lector empedernido de filosofía y de literatura (me encanta el desorden de su biblioteca) y un escritor de primera, como su maestro Ortega. Por eso mismo: porque leía y asimilaba la grandeza de nuestros clásicos. Y de sus queridos Simenon y Conan Doyle, y tantos y tantos más. Puede que Julián Marías fuera el último de su especie. Un humanista con criterio propio, nunca sectario de nada, con pensamiento propio, libre e independiente. Y eso en España es decir mucho, es decirlo todo. No podemos prescindir de su obra. No podemos permitirnos un olvido así de estúpido. Necesitamos que se publiquen, para empezar, sus obras completas. ¿No se decidirá Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg o Anaya? ¿O la Biblioteca Castro o yo que sé? ¿No habrá alguien que se decida a lograr una edición como Dios manda de la opera omnia de uno de nuestros más señeros filósofos? ¿Será cobardía o ignorancia, o las dos cosas a la vez?

Y terminé de leer, admirado, ese manuscrito de Rafael Hidalgo, esa semblanza o retrato sobre Julián Marías. Un gran libro en busca de editorial. Un libro que atrae de inmediato, que enseña, en su premeditada sencillez, la intensidad de vida de un hombre verdaderamente intelectual, y espiritual, como muy pocos. Mi enhorabuena Rafael. Tarde o temprano tu libro se publicará, estoy seguro. Porque tiene enjundia. Y yo creo que merece la pena que sigas profundizando en la persona y obra de Julián Marías, en su pervivencia.

Pd.- Y como no podía ser menos el libro ha sido editado. Un gran libro.

martes 29 de junio de 2010

Isabel Guerra y la pintura


Partamos de la base. Dejemos al margen ahora su depurada técnica, su estilo realista de vigor trascendente, o las influencias (sobre todo Velázquez). Partamos del origen que desde el arte plasma sobre el lienzo Isabel Guerra. Porque ahí, en ese origen, reside el verdadero valor de su obra. Me atrevo a decirlo: el impulso de esa luz que nos sobrecoge en cada uno de sus cuadros no es otro que el amor de Dios. Ese amor es el que verdaderamente traza los volúmenes y trenza los colores. El don que intensifica el pulso de las pinceladas. Desde luego al primer vistazo uno se da cuenta de la profundidad espiritual de estos cuadros. Es algo que obliga al que contempla a replantearse la perspectiva de su entorno y de su adentro. Un detalle basta. Por ejemplo los cabellos. O las manos. O los pliegues de la ropa. Toda su textura es ternura que trasciende una luz que va de dentro a fuera, que aflora en la forma el alma de la pintora. La suya es una cosmovisión que abunda en la mansedumbre y en la humildad del artista. La humildad -ya lo dijo Eliot- como única forma de atisbar lo infinito. Imagino a Isabel Guerra sorprendida de si misma, de su audacia expresiva. Ella es el pincel de Dios. Nada que ver con una tendencia pía o un raro amaneramiento esteticista. Su pintura es recia y muy consciente de su valía. Pero para ella el arte reza, persigue la estela de una brizna de eternidad. Y eso se nota. Y esa estela fosforece en una luz que es símbolo de la presencia de Dios. Una luz que va más allá del mero resplandor o del brillo academicista. Esa luz sale del mismo cuadro, ilumina al espectador, que pasa a ser el contemplado. Podría decirse que la obra de esta pintora es de una tensión contemplativa. Y lo es para quien la pinta y para quien la (ad)mira. Es imposible mantenerse indiferente. Le ocurre lo que a los clásicos. Cada nuevo vistazo es un redescubrimiento. En primer lugar de nosotros mismos, como si viéramos por vez primera el alma de las cosas. Y nos encandilamos de una obra que posee genio. El genio de la vanguardia más estricta: la del amor. Una mujer que ama su vocación. Que es su vida.

lunes 28 de junio de 2010

Viaje al silencio



Cuando uno llega al silencio, cuando uno se topa con el silencio y atentamente lo escucha se da cuenta de su alma, percibe que Dios habla. De una forma u otra todos nos damos cuenta que en momentos así se respira una armonía que intuye la plenitud. Cuando uno llega al silencio y se da de bruces con la verdad de uno mismo, ¿qué pensar? No se piensa en sentido estricto, pero se adquiere una clarividencia que es difícil explicar. Uno agacha la cabeza y cierra los ojos y se deja llevar; o mira el horizonte o el cielo y suspira una inefable bondad. Y es preciso hacerse con ella. Todos nos damos cuenta, percibimos un estremecimiento y una alegría. Son momentos en los que el alma, estemos donde estemos, toma conciencia de su pequeñez pero a la vez de su dimensión eterna. No se trata de un estado de ánimo, es la identidad del alma, que no se conforma con una vida sin calado y sin verdad. El silencio nos despoja de mentiras, o por lo menos nos deja a solas con lo más íntimo de nuestra existencia. El silencio no es una actitud, yo diría que es más bien un encuentro. O un reencuentro.

Durante toda la historia del hombre el silencio ha sido un bien muy preciado. Pero no todos lo quieren, o encuentran. Incluso en medio del desierto. El silencio es una exigencia que desbarata equívocos y absurdos, sí, pero es ante todo un lenguaje interior. Paradójicamente el silencio puede encontrarse en el mismo centro del bullicio, de la calle. Pero aún así hay un anhelo de soledad y silencio exterior. El hombre moderno vive en un continuo estado de agitación, en un sinvivir angustioso. Es por eso por lo que busca tranquilad o consuelo o una remota posibilidad de ser feliz. Y lo busca en largos viajes, por ejemplo, o en estancias en casas rurales o hasta en monasterios o en alguna filosofía (lo más oriental posible). ¿De qué huimos? ¿De la rutina o de nosotros mismos? ¿Qué queremos, qué deseamos en lo más profundo de nuestro ser? El silencio es un lenguaje donde nace Dios. Así de claro. Y me da igual lo que piensen algunos. El desasosiego contemporáneo no es otra cosa que esa necesidad radical de felicidad. Al hombre le urge volver a encontrar a Dios. No es casualidad que los más grandes místicos hayan escrito sobre esa urgencia, sobre ese silencio insoslayable donde el alma acaba por entender. Ramón Andrés ha publicado una excelente antología sobre ello. No sufrir compañía; escritos místicos sobre el silencio (Acantilado) era un libro que hacía falta.

Pero bueno, yo venía a hablar hoy sobre otro libro. Viaje al silencio, de Sara Maitland (editorial Alba) es una verdadera sorpresa para todos aquellos que aman el silencio y la aventura que es la vida y su devenir. Es un libro muy especial. A mí lo que más me ha llamado la atención es que transmite autenticidad y que en él la autora vuelca todo su ser. Es el libro de una vida. Con sencillez. No son sólo un conjunto de líricas disquisiciones, etcétera. Sara Maitland nos transmite su inquietud, su experiencia personal, sus pensamientos, sus lecturas, su vida. Es un libro donde está su alma. Un alma que ha aprendido a contemplar, a mirar, a ver. A ser más humana. Alguien que ha aprendido, en la cátedra del silencio, a demorarse más en las cosas, a profundizar, a valorar la trascendencia de un gesto, de una nube, de un rato de lectura, del aroma de unas flores… El libro es viaje y es semblanza. Es memoria de la infancia, de la juventud y de la madurez. Es un tratado desde su propia biografía. Confesión e investigación. Confidencia. Es un diario de muchas cosas. El texto tiene la erudición de los no pocos libros que se citan, pero sobre todo posee una enjundia espiritual. Es como una ascesis. Como una valentía de afrontar los miedos y las constantes dudas. También la muerte, ese silencio que nos puede parecer definitivo.

Viaje al silencio nos ayuda sobre todo a revalorizar las necesidades del alma. Nos ayuda a no ser tan obtusos. El silencio es necesario para pensar, para sentir, para rezar, para amar; para valorar lo que somos o queremos llegar a ser. Hay que aprender a escuchar. Y está la maravilla de cuando el silencio se deshace en el rumor de un río o en ese otro de su ropa; o cuando de repente se oye el milagro de un pájaro o el lapicero sobre el papel escribe la compra. Hay todo un cúmulo de conocimientos y misterios que nos aguardan en y desde el silencio. El silencio y su entraña de infinita perspectiva. Siempre digo que los enemigos del hombre son el mundo, el demonio, la carne… y el ruido. Creo que la lectura de este libro -o siquiera alguno de sus pasajes- aparte de deleitarnos literariamente logrará que estemos más atentos a nuestra propia vida.

domingo 27 de junio de 2010

Los libros que están a mano



Son aquellos que cada lector tiene siempre al alcance de sus necesidades. Varían, no siempre son los mismos. Pero en mi caso lo que ocurre es que cada vez son más. Cuanto más leo más me maravillo. Y los guardo próximos, normalmente sobre mi mesa de trabajo, o quizá alguno en mi cartera. Son lecturas casi siempre rápidas, como un trallazo de urgencia. Quizá un poema o un par de páginas. O menos. Libros como los escolios de Nicolás Gómez Dávila (Atalanta) o los Cantos de Hölderlin (Linteo). Siempre los tengo a la vista. Mientras escribo miro o transmiro sus lomos. Los acaricio. ¡Qué difícil es escoger, alejarse aunque sólo sea unos versos -perdón, quería decir metros- de esos textos que tanto significan! Y quieres quedarte como unido a ellos, dentro. Esa Antología poética tan almanoseada de José Miguel Ibáñez Langlois (Númenor) o toda la saga de los Mosqueteros de Dumas (Biblioteca Aúrea, Cátedra). O ese Diario de Berlín, de William Shirer (Debate) que tanto me conmocionó. Libros que están conmigo antes que yo mismo, que me preceden. Libros a los que sonrío porque recuerdo el tiempo que llevamos juntos, con mutua lealtad. Una ya vieja edición de El defensor, de Pedro Salinas (Alianza), y otra de los Pensamientos de Pascal (Cátedra), o los Ensayos de Montaigne en tres ediciones distintas (manejo sobre todo una en tres volúmenes también de Cátedra que me encuadernaron unas monjas contemplativas en piel y en rojo). Alargo el brazo izquierdo y me apoyo en ellos. “¿Cómo puedes trabajar así?”, comenta Ana. ¿Podría trabajar de otra manera, en un escritorio vacío, tan limpio y sin ideas? Me acurruco entre ellos. Entre unos cuentos de Pitol (Anagrama), la poesía de Cernuda (en una edición especial de Alianza) o la de Siles, Colinas y Miguel d’Ors, que son mis hermanos y maestros y amigos. Me gustaría escribir como ellos. Ser un Pessoa a la española y tener esas tres voces conmigo, como heterónimos. Y sobre los libros unas tallas en madera de la Virgen y una fotografía en blanco y negro de mis abuelos maternos. Pero yo siempre la veo en color, y me imagino los juncos que trenzaba con sus manos de gloria el abuelo, o las patatas a medio pelar en el regazo de la abuela. Otro de los libros más almanoseados son los Diarios de Faustina Kowalska o los Cuentos completos de Stevenson (Mondadori). ¿Qué más puedo desear? La presencia de Dios, el rumor de mi familia por la casa, la ventana y esa luz y esas estrellas, y estos libros que me acompañan.

sábado 26 de junio de 2010

Pío de Pietrelcina, místico y apóstol


Entre novelas, ensayos y poemas de rondón se me ha colado un libro maravilloso. Quizá no muy bien escrito. Da lo mismo. ¡Qué más dará si te vas sintiendo cada vez más removido, si según vas leyendo se aguza el alma y te olvidas de mistificaciones literarias! Lo busco continuamente durante el día. En el bar, mientras esperamos las bebidas y las patatas fritas, lo saco de la mochila y me pongo a leer allí, en medio de niñas adolescentes y de unos señores que juegan a las cartas. Los capítulos son breves y, curioso, vuelvo a mirar las fotografías que ilustran el texto. No es el libro ninguna esplendente novedad, aunque que el alma indague sobre Dios es una necesidad por la que no pasa el tiempo y sigue siendo de lo más actual. Pretender arrinconar la realidad sobrenatural y la dimensión espiritual del hombre, querer arrancar de cuajo la piedad y la fe es, además de una falta de respeto, es, digo, ir contra la misma naturaleza de las personas. El hombre es hombre porque trasciende. Sin Dios el hombre es un pelele. Algunos lo saben muy bien. De ahí la inquina y las muy variadas disquisiciones y planificaciones anticristianas.

Me queda poco para terminar de leer el libro en cuestión. Pero suelo volver a releer capítulos o me quedo un buen rato con una frase o un párrafo. No es raro que de pronto me encuentre hablando con Dios, a raíz de algunas palabras por las que me he sentido especialmente interpelado. O subrayo otras que me parecen esenciales. El libro trata de la santidad. No en plan teórico o posibilista. Es una vida concreta. Una de esas vidas extraordinarias que Dios concede al mundo para que se siga sosteniendo, para que nos permita ver el Cielo por dentro cuando se es fiel a la gracia. Es la vida del gran santo místico del siglo XX. Sin duda. Un hombre que murió hace nada, cuando yo mismo era un crío de 5 años. Me refiero al Padre Pío, a San Pío de Pietrelcina (1887-1968). El libro está publicado en la colección “Semblanzas” de la editorial San Pablo. Su título: Pío de Pietrelcina, místico y apóstol, escrito por Leandro Sáez de Ocáriz .

De lo que se trata es de una vocación, de una llamada de Dios. De lo que se trata es de una historia de amor y de una constante fidelidad a Cristo y a su Iglesia, a pesar de innumerables dificultades (y no las menores provenientes de clérigos e intrigas episcopales). De lo que se trata es de un completo y rendido servicio hacia los demás. De lo que se trata en estas páginas es de aprender a rezar y a trabajar con humildad y buen humor. De lo que se trata es de mostrar que es posible ser santo, porque las gracias, por extraordinarias que sean, corren siempre a cuenta de Dios. Lo nuestro es luchar por ello. Caer, levantarnos. Vuelta al barro, y volver a levantarnos en un continuo comienzo. El Padre Pío lo constata así: “¡No soy ningún santo! ¡Sólo soy una criatura de la que el Señor se sirve para sus misericordias!”.

Las vidas de los santos son una parte muy importante de la pedagogía de Dios. Entran por los ojos. Te animan en momentos bajos, cuando piensas que no puedes, que esas cosas son para otros. ¿Para qué otros? Pero lo primero que destaca en la vida de Francisco (su nombre de religión será Pío) es que era un chaval normal. Y según fue siendo más y más generoso con Dios su vida se complicaba. Por una parte una felicidad inaudita, por otra, dolores sin cuento; tentaciones, pruebas, enfermedades, incomprensiones. Era un tipo normal, de inteligencia media, pero de una gran sensibilidad para Dios y para los demás, que lo percibían muy pronto. Algo ocurría con ese chico, o con ese monje. Algo distinto. ¿Qué sería? ¿Qué era? Era el amor de Dios, en la ternura infinita de Su Providencia. Y ese es el resumen de todo. También de sus innumerables carismas que tanto llaman la atención y que tanto gustan del morbo y de la especulación. Pero para el amor de Dios ¿qué son los estigmas, las bilocaciones, las profecías, las trasverberaciones y demás? Son la manifestación de Su Misericordia. El Padre Pío recibió todos esos dones, es cierto, pero para que las almas que sabemos de él podamos ver a Dios un poco más de cerca. Y lleguemos a conmovernos como Pedro: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Y lleguemos a convertirnos cada día. Como esas personas -clérigos, intelectuales de postín, agricultores, políticos, etc.- que acudían incrédulos o maliciosos o con doblez al convento de San Giovanni Rotondo (Foggia) y salían dispuestos a dar su vida por Dios.

Las anécdotas y sucesos abundan. Lo que hace que el libro sea ameno y sirva. Por ejemplo para acudir con más fe a los Ángeles Custodios -¿cosas de niños, estamos seguros?- o para confesarnos con más frecuencia. Merece la pena leer este libro. ¡Cómo reconforta! ¡Cómo anima! Lo dicho, amor. Entre Dios y los hombres. Entre un hombre y Dios. Escribe el Padre Pío: “Quien quiera de veras amar, ¿por qué no ha de poder hacerlo? Para amar basta apartar el corazón de todo aquello que implique desorden. Conservándolo dentro del orden, ¡ama lo que quieras! ¡Ama a todo! Pero, ¡ama a Dios sobre todo, que es el Supremo Bien!”.

viernes 25 de junio de 2010

Para don José Saramago, a propósito de su muerte



Querido don José:

Me enteré de su muerte en cuanto las agencias de noticias lo pregonaron a los cuatro vientos. En lo primero que pensé fue en su mujer, le soy sincero. ¿Qué puede importar la literatura, las ideologías o el barullo de la vida en un momento así? Importa que la persona que uno ama ya no está contigo. Todos lo sabemos. Y es muy duro. Inmediatamente recé por usted. Pensé que era lo que más le podría servir a estas alturas. Espero que haya sido así, y le advierto que lo seguiré haciendo. De corazón se lo digo. Y me preocupé por aquellas dos cartas que le escribí de manera pública, como ahora ésta, a raíz de alguno de sus comentarios impíos sobre la Iglesia, y sobre otras palabras suyas contra el Papa, ya sabe, en la presentación de su novela “Caín”. Me preocupé por si le había faltado a la caridad, lo reconozco. Porque al final de todo uno se queda con el alma a solas en el juicio de Dios. Y por más que pensemos que tenemos razón y nos escuezan determinadas palabras, el caso es que desde la caridad la perspectiva cambia como por ensalmo. La caridad es claridad. Pero somos hombres y salimos al trapo. Aunque reconocerá que se excedió un poco.

Don José, no creo que a día de hoy -es una forma de hablar- siga siendo ateo. Tampoco creo que durante su vida terrena lo fuera nunca de una manera completamente radical. El hondón del alma humana es un misterio demasiado íntimo y complejo, y supongo que habría momentos de dudas e incertidumbres. Puede que hasta con ganas de creer en Cristo. No lo sé. Pero lo que si sé es que Dios nunca deja sólo a nadie ante el miedo o el vacío. Por más que lo queramos revestir de lo que sea. No es cuestión de inteligencia, devanándonos los sesos en alucinantes teorías. La misericordia divina nos ronda y a veces salta a la vista o toma por asalto el corazón. En cualquier rincón de la vida o puede que en el postrer momento. Usted no estaba hecho para la muerte, era -y lo sigue siendo en un sentido inefable- un artista, una persona preocupada por el alma del mundo (no sé decirlo de otra manera). Quería transformar la realidad injusta y deseaba arrancar un poco de felicidad para sus semejantes. Otra cosa era el procedimiento. ¿Cómo juzgarle? Su obra es la rabia ante todo esto. La impotencia. Y yo leo en usted unas ganas locas de esperanza.

Le voy a decir algo. Nada es en balde, nada es en vano. La oración es un poder muy grande. Y la literatura es, en innumerables ocasiones, una plegaria. Puede que escondida o camuflada entre fantasías, equívocos, blasfemias o retóricas alharacas. Pero hay un deseo innato, un anhelo, una cifra que Dios no deja de leer con cariño de Padre. Él es el único lector que se adentra en nuestra más profunda inquietud y significado. Usted, puede que sin ser del todo consciente, rezaba. Y eso Dios se lo habrá tenido en cuenta, estoy seguro. Escribir es una forma de amor, o de querer amar, o de ser amado. Escribir es recogerse en el alma y contar o cantar la nostalgia que tenemos de ser felices por completo; puede que rebelándonos no pocas veces ante el dolor, el infortunio o la soledad de infinidad de gentes. No acabamos de comprenderlo. Y ahora, ya, usted sabe cómo eran en realidad las cosas, y hasta donde llegaban cada uno de sus actos o palabras.

Rezo por su alma don José Saramago. Es lo cristiano y lo único sensato. No todo se acaba. Sigue usted vivo.

jueves 24 de junio de 2010

En un domingo de junio




Mi mujer en la cocina llorando
una película de serie B.
Mi hija Cristina leyendo el amor
en un libro donde todo acaba bien
(ya la vida le enseñará a leer
lo que de verdad dice el corazón
y lo que esconde la literatura).
Los chicos se habrán ido con su abuela.
El mayor es tranquilo, de alma alegre,
él sabe que la paciencia es la clave
de la realidad, si quiere ser sueño.
El pequeño calla y domina el arte
de la felicidad con un helado.
¿Y yo? ¿Qué hago? Puede ser que un poema,
o puede que me quede como estaba:
mirando la mirada de Audrey Hepburn.

miércoles 23 de junio de 2010

Biblioesperanza



Los amigos se me ríen. Y no es que yo tenga nada de gracioso. Sólo lo justo. Se ríen porque cada vez que me preguntan por un libro o por lo que estoy leyendo me sale una aglomeración apasionada de títulos y autores, y ya no hay quien me pare. Soy un géiser, una ebullición de datos, elucubraciones y lecturas que evoco con un entusiasmo que puede que fuera digno de mejor causa. Y me dicen frases más o menos agradables, atildadas o corrientes como: “Se nota que lo vives”, o “para ti todos los libros tienen algo bueno”, o “espera, que voy a tomar nota”, o el socorrido “no conozco a nadie como tú”, o “¿cómo puedes hacer para leer tanto?”, o “no sabes la envidia que me das”. Ay, y yo con estos libros, hecho un desastre. Con una especie de incontinencia biblioesperanzada, o de aquella libropesía o sed insaciable que menciona Quevedo en un brillante soneto. O puede que se trate de esta perentoria necesidad de estar solo sin llegar a estarlo. Si supieran estos amigos míos la de veces que no acabo de entender esta desmedida afición o estado. Libros que leo devoto, libros que regalo, libros que comento, libros que pienso (son los menos), libros donde oigo conversaciones y tormentas, libros que me consuelan, libros donde descansa el alma de tanto ajetreo, libros que sacan de mí el héroe que llevo dentro... Pero el poeta Blas de Otero se preguntaba: “¿Qué tiene que ver la vida con los libros?”. Y ya está aquí, en mí, el desasosiego.

Alguien me dijo una vez, puede que por el rastro de esas madrugadas lectoras: “Guillermo, tienes cara de sueño”. Y presto, sin apenas pensarlo, pero eso sí, con cierto regusto romántico le contesté: “No tengo sueño, estoy soñando”. Y es que debe de ser esto. Y a base de soñar no puedo dejar de leer, de vivir como vivo. Y chocas. Porque todos se dedican a los afanes de costumbre, y yo venga a devanar palabras y sentidos, venga a pegarme una hora en una metáfora o en una flor de magnolio. Como si ahí radicara el mundo, como si todo lo demás fuera inútil o tonto. Y no me da apuro escribir que hace años perdí el decoro. Tanto afán por el dinero no puede ser bueno. Y lo rubrico mil veces. Sí, perdí el decoro y me dedico a lo que comúnmente se conoce como “perder el tiempo”. Y lo pierdo con profusión, sin complejos. Por ejemplo, hace un momento estaba contemplando una postal que reproduce una acuarela de un rincón de Nápoles. La bahía, la gente, unas nubes pintadas de ocaso. Una postal que una tal María Pilar escribió el 11 de octubre de 1925. Y ahí está el sello de 15 céntimos desde donde me mira el rey Alfonso XIII. El tiempo… Me he puesto a pensar en esas vidas que creían también que iban a morir muy tarde, vidas que vivían el cariño en una delicada caligrafía que poco a poco desaparece.

Yo, queridos amigos, os lo digo de todo corazón, prefiero dedicarme a estas pequeñas cosas. Y los libros son como ese rescoldo del alma que va quedando. Como esa otra perspectiva desde la que contemplo el interior de lo que pasa. De lo que me pasa. Soy feliz con muy poco. Y los poemas transcurren a mi lado, y me demoro en Dios, que me da la belleza y me da los libros. Y la gracia de no estar ciego.

martes 22 de junio de 2010

Don Pío Baroja



Siempre he considerado a Baroja como "mi" gran escritor. Alguien con el que me identifico en gran medida y al que recurro cuando noto que el mundo se excede en su bobería. O cuando siento que yo mismo desbarro hacia la cuneta de alguna exageración. Don Pío es para mí el sentido común, el mimo de una cuidada biblioteca, la sobriedad de gestos, la inteligencia sin complejos ni componendas, la compañía de un amigo leal y de la familia o el amor por el camino de un buen paseo. Lo imagino siempre así: podando con el silencio el barullo de tantas palabras innecesarias. Escribió siempre al abrigo de chanzas y danzas estilistas. Lo suyo era la aventura de vivir una vida sencilla, desplegando durante unas horas al día el esfuerzo de escribir la compañía de su imaginación. Otros parece que cuentan mucho y muy bonito, pero están vacíos. Baroja no. Es de los que no presumen de nada y trabajan un ideal, con honestidad. No creía, pero era un hombre de alma. Yo siempre la atisbo por las costuras de sus personajes. Y sonrío, porque me hace feliz con sus libros. ¿Qué más se le puede pedir a un escritor?

Y digo todo esto porque ahora mismo -son las nueve de la noche- me he tropezado con un texto suyo del que tomé nota hace mucho sin apuntar ningún otro dato. Algún día encontraré la fuente. Dice don Pío: "Lo que yo anhelo es un ideal. ¡Dadme un ideal! No quiero derechos ni preeminencias, ni placeres; quiero un ideal adonde dirigir mis ojos, turbados por la tristeza; un ideal en el cual donde poder descansar mi alma fatigada por las impurezas de la vida. ¡Un ideal quiero! ¡Dadme un ideal!". Y cuando termino de leer este pasaje tomo de un estante un volumen de sus Memorias. Desde la última vuelta del camino, y leo despacio, demorándome en la mirada... Y aprendo. En la intimidad de mi casa.

lunes 21 de junio de 2010

¿Y la belleza del alma?



¡Tanto como acicalamos el cuerpo! Mujeres y hombres preocupados por la tersura y color de su piel, por esos kilos de más, por esa nariz excesiva o un poco desviada, o por esos escasos labios. Se reforma lo que haga falta. Y esas canas fuera, y esos pechos por fin enhiestos y relucientes. Hay que estar guapos, hay que estar imponentes, para lucirse en la playa, en la cama y en el espejo. El cuerpo manda y tiraniza. Mirarnos, mirarse. Regodearse en el aspecto y en la fantasía. Mostrar a los demás el fruto de tanto mimo, del sacrificio del gimnasio, del régimen alimenticio y de las largas sesiones de masaje, sauna, depilación o ultravioletas. Hombres y mujeres. Y por medio un gran montón de complejos y de insatisfacciones (que no desaparecen con las cremas). En realidad se trata de una particular búsqueda de la felicidad. Todo lo hedonista y delicuescente que se quiera, pero felicidad al cabo. Que es para lo que el hombre está hecho y no ceja, aunque se equivoque. Pero, ¿qué ocurre, qué pasa? Pues que la cosa corre el peligro de quedarse en la epidermis de todo, y un anhelo tan costoso se trastabilla muy pronto. Normalmente en un exceso, y en el muy fugaz reflejo del tiempo, que no perdona a nadie. Yo no digo que esté mal cuidarse, digo que cuando se pierde la sensatez corremos el riesgo de que el cuerpo se nos quede hueco, sin alma, y lo que creemos que es belleza sea tan sólo una triste apariencia de rostro, de piernas o de nalgas. Exuberante, todo lo que se quiera, pero sin gracia.

Porque lo que da consistencia, alegría y poso a una persona es la armonía de inteligencia y corazón. Que el alma brille en sus ojos. Un alma buena, grácil, elegante. ¿De qué nos enamoramos? ¿De un culo bien torneado? ¿Nos enamoramos perdidamente del bajo vientre o de esa espalda donde la mirada se pierde? ¿De qué nos enamoramos? De toda la persona, supongo. Pero después del primer resplandor -¡ay ese primer resplandor, cómo hiere!- vamos profundizando en los matices, y nos adentramos en la personalidad, en sus principios, virtudes y miradas. Nos interesa más la ternura, y los detalles. Y nos bebemos sus palabras, mensajeras de tantos silencios ensimismados. En definitiva, buscamos comulgar con el alma de esa otra persona. Comulgarnos enteros, completos, para siempre. ¿Y si lo de dentro no guarda armonía con lo de fuera? ¿Si esa alma, de cuerpo tan despampanante, es cruel, frívola o egoísta, o simplemente tonta? Hay demasiados chascos al respecto. La belleza del alma es la que prima (así debería), donde radica la felicidad que dura y nos trasciende. ¿Qué importan unos michelines de más, o esas arrugas o que sea bizco? Pero… ¿hoy en día cuántas personas se preocupan por ganar en hermosura para su alma? El cultivo de las virtudes necesita también ejercitarse, dedicarle tiempo y algún tipo de régimen. Pero es como si nos diera igual o apeteciera menos.

¿En qué espejo se refleja el alma? ¿Dónde podemos vernos por dentro? ¿Cómo podemos hacer para conocer mejor a las personas? No creo que haga falta mucha ciencia para saberlo. El alma se retrata en sus obras. En su unidad de vida. En su lealtad y sinceridad. En esa mirada pura, limpia, que no agacha la conciencia y que mira de frente. El alma bella piensa más en los demás, se da, se ofrece. El alma que brega por ser mejor transmite paz, y contagia sus ganas, su ímpetu. En resumen, el alma que es bella -o que está en ello- se refleja en el amor que tiene, y que acrecienta a lo largo de un tira y afloja que nunca resulta fácil. La vida exterior es señal inequívoca de la vida interior de cada uno. Y la felicidad sólo es posible si esa preocupación por la belleza física va en consonancia con el mismo tipo de preocupación por nuestra belleza espiritual. De lo contrario el fracaso es seguro. Y la fachada sólo será eso, fachada. Un festival de parpadeos y nebulosas.


domingo 20 de junio de 2010

El desamor a Dios es lo que más cansa



Lo que más me cansa en esta vida es mi conducta,
la manera absurda de comportarme ante Ti, Dios eterno.
Lo que más me cansa en esta vida soy yo, Guillermo
Urbizu, y la rutina de coronarte con mis propias espinas.
El remedio es deshacerme de mí, lo sé,
desembarazarme de mis desordenados apetitos,
de toda esta basura que apesta en los hábitos del alma,
de toda esta molicie que difumina en la tibieza mi fe.
Y este acíbar de tristeza que deja en mi vida el pecado
(¿mi vida?, ¿desde cuándo es mía, Amor, desde cuándo?,
mi vida todavía respira porque la absuelves).
Pero sobre todo el gran remedio es acudir al sagrario
de Tu Rostro: mirarte con afán, mirarte, no apartar la vista
de Tu Hostia herida, ir directo al gesto que más Te duele
y caer de rodillas por completo, con toda el alma.
Mirarte desnudo en el altar de Tu compasión y de Tu pena,
mirarte en la Cruz, crujido a palos y blasfemias...
¿Y qué me pasa? Que no tengo remedio, que Te escupo
con alevosía, que me caigo y degrado por el fango,
que sólo pienso en mí y en que ya habrá tiempo para Ti
un poco más tarde, luego, quizá cuando tenga ganas.
Es fácil apartar la vida de la propia Vida, no rezar a su hora
(o a deshora), desgraciarme con puñetas, no querer saber nada
de Dios, olvidarme según convenga, mientras mana Su Sangre...
Cuando es mi vida esa lacerante herida por la que Se desangra.


sábado 19 de junio de 2010

El misterio del cristiano cohibido



Leía no hace mucho a un presunto intelectual en un artículo en el que se despachaba a gusto contra obispos y demás gentes reprimidas de la Iglesia Católica. A la Iglesia hay que volatilizarla, que desaparezca. Nada nuevo bajo el sol. Un montón de lugares comunes y rencor. Inaceptable todo no ya por el respeto que se merecen los demás, si no por el respeto que se merece a si mismo alguien que se supone trabaja con su inteligencia y que debería hacerlo con un mínimo rigor. La diatriba era completa, aunque yo creo que al tipo en cuestión el asunto le importaba una higa. Debía tratarse de la columna cuota que exige nuestra refinada progresía a todo socio que se precie. Pues el clan tiene estas cosas.

Hay ocasiones en que lo más fácil, y cómodo, es dejar pasar el vituperio de turno, no decir nada, seguir con lo nuestro. Como mucho una cartita al director y ya está, arreglado (y no digo que no haya que escribirlas). Mientras, se cachondean impunemente a nuestra costa y tratan a los católicos como gentecilla. ¿Puede pensarse todavía que el personal habla por hablar? ¿Podemos dejar pasar una vez más la ácida ironía y el dispendio de la verdad? Una verdad que se despacha en unas cuantas líneas o en un mal chiste o en una falta de rigor que da lo mismo. Van a lo que van. Saben que muchos les reirán la gracia. Da rabia, porque lo que parece es que los cristianos vivimos acomplejados, o subterráneos en la rutina, o con el alma flotando en la calma chicha de la abulia.

Calla, calla, que vas a ponerte en evidencia. Y nos escondemos detrás de otra conversación. ¿Desde cuando un cristiano es cobarde? ¿Miedo? ¿Miedo de estos incapaces soplagaitas que nos arrastran al camelo de sus consignas? ¿No veis como se aprovechan de nuestra desidia? No hay que bajar la voz cuando hablamos de Dios con un amigo. No hay que tener vergüenza de poner un crucifijo sobre nuestra mesa de trabajo. No hay que temer escribir en cristiano y defender a la Iglesia. La única manera de que nos respeten es hacer respetar a Cristo. Con nuestra coherencia de vida lo primero. Y si hace falta un poco más de vehemencia y un par de tacos pues también. Además la felicidad de nuestra fe es mucho más contagiosa que el poder del dinero o la insidia de la mentira. Sin comparación.

Hay cristianos en España que piensan que siempre hay otros que les sacarán las castañas del fuego. Y asisten con estupor como meros espectadores de la representación. Pinchan un digital aquí, van a una conferencia allá, o leen algún libro del Padre Topete . Siendo muy devotos de Jiménez Losantos o César Vidal, de La Gaceta o de El gato al agua (lo cual no está mal si sirve como iniciativa de algo más). La verdadera oposición a la degradación moral no está tanto en el Congreso de los Diputados como en los actos de nuestra responsabilidad personal a lo largo de cada día. Y vivimos tiempos en los que hay que responder con arrojo a la patraña. Con gallardía y compromiso. Y naturalidad. Dedicando tiempo. Cada uno desde su sitio. Comiendo un pincho de tortilla o dando nuestra fundamentada opinión sobre un libro o sobre una gacetilla que nos quiere quitar de en medio.

La oración es contemplación y es acción. Es intensa vida de piedad y es testimonio radical de Dios en nuestro horario. La oración es amor de Dios y por lo tanto valentía para estar al pie de la Cruz y en primera línea de calle y de trabajo y de opinión. La oración es el sistema nervioso del cristiano, el impulso que nos lleva a no cejar, a obrar como hijos de Dios y fieles y curtidos hijos de Su Iglesia. Y es llegada la hora de sacar pecho, de poner el alma al descubierto. Estemos donde estemos. El gran misterio es que sin nosotros Dios no puede hacer nada. Nos necesita desde hace unos cuantos siglos. Él quiso que así fuera. Él quiere que así sea. Con libertad, con gracia, con soltura. Sin transigir en lo que no se puede transigir. Basta ya de obscenidades e indecencias, de vilipendios e infamias. La Iglesia Católica somos cada uno, es hora de arremangarse la timidez o la pereza, o el prestigio o el patrimonio, o ese tiempo que no tenemos. Los laicos los primeros en dar la cara.

viernes 18 de junio de 2010

No puedo leerlo todo como quisiera



¿Para qué leo tanto Dios mío? ¿Para qué
me dejo llevar por este frenesí de libros?
Es un gozo, lo reconozco, un inmenso gozo
de pensamientos, de miradas, de una belleza

que cautiva al alma por dentro de las palabras,
en la cadencia del silencio de sus sonidos.
Es un gozo que acumulo sin medida, libre
de gentes absurdas y demás monsergas, loco

por quedarme a solas -no solo- en mi biblioteca.
Pero siento el ahogo y la impotencia, no puedo
leerlo todo como quisiera, es imposible.

Me falta el espacio y ya se me acaba la vida
-tan despacio, tan deprisa- entre la nostalgia
de las páginas del tiempo: su prosa y su verso.

jueves 17 de junio de 2010

Hacer de la vida una constante oración


Dicen, Señor, que no se puede hablar Contigo mientras uno trabaja o ayuda a tener en orden y limpia la casa. Ya lo creo que sí. Mira, ahora me pillas justo quitando los platos de la mesa. Pues claro que no me apetece. Mejor estaría sentado en la terraza, con los pies en alto y la cabeza en actitud contemplativa. Y sin embargo aquí estoy -serviam-, tirando todos estos restos a la basura. Y mientras tanto voy comentando Contigo, para variar, el alma de mis hijos, el descanso de Ana, o el estado de mi tobillo. Se me hace más llevadera la vida si Tú me acompañas. Espera, llaman a la puerta... Ya está, perdona, era un mensajero que me traía un libro de Chesterton. ¿Qué Te estaba diciendo? Es igual. Eres testigo Jesús mío, mira las habitaciones que han dejado los críos. Oye, ¿no crees que ya van siendo mayorcitos? Deberías hacer algo. No sé, toma alguna carta en el asunto. Una luz, por pequeña que sea. Eres más persuasivo que nosotros y no te pones nervioso. ¿O sí? Ay, esta mancha no hay quien la quite. Me parece que se limpia con alcohol. ¿Tú que crees? ¿O será con el KH7? ¿Sabes? Pese a la subida de impuestos y precios en general, y el recorte salarial de Ana, estoy tranquilo. El objetivo es claro: que el alma esté en gracia. Sólo me interesa la santidad. Tienes que ayudarme a desprenderme de lo vano, de lo superfluo. Falta sal en el lavavajillas. Y también falta un poco de sal y de sabor en mi vida interior, que gandulea, que se conforma. Me despisto de Tu presencia. Haraganeo entre libros y ventanas. Tengo que mortificar bastante más esta curiosidad, y los sentidos. Y cuando lea, leer para Ti. Y cuando escriba exactamente lo mismo: escribir para Ti. Eres el único lector que me interesa, y el más sagaz. Eso sí, no dejes de hacerme comentarios, para que mejore la escritura de mi vida. Están cayendo unas gotas, huele a lluvia. ¿No Te gusta? Y de los árboles de la calle asciende un aroma delicioso. Jesús mío, Te lo ofrezco. Como un incienso vegetal para Tu gloria. Pero ¡se me olvidaba la ropa tendida! Voy, voy, voy. Es un momento solo. Señor, mira que nubes tan hermosas, y aunque llueve sale el sol, como un regalo que me haces. Brillan los tejados, y brilla el mundo que tú has creado. ¡Qué brillen igual las almas! Que brillen sus ojos, sus miradas. Que brillen de amor y de lágrimas. Lágrimas por el dolor que Te causamos. Yo el primero. Señor, ya está, creo que todo está bien. La casa está más o menos en orden y concierto. Me tengo que ir. Ven conmigo y seguimos hablando por la calle. Que no nos separe nada. Ni nadie.

miércoles 16 de junio de 2010

¡Cuán difícil es explicar las cosas!



Cada vez me explico menos. No sé decir las cosas. Yo lo intento pero la vida es un trémulo balbuceo, un escaso temblor de silencio. Pero lo intento, tengo la necesidad de explicar lo que pasa por las calles de mi alma, por esas galerías machadianas, tan oscuras a veces, tan intrincadas. Me lo intento explicar a mí mismo, o quizá lo que quiero es que los demás vean lo bien que hilo las palabras. Pero no me aclaro, no llego a saberme ni siquiera un poco. Hablo de milagros, de maravillas, de misterio, de ternura, de amor. ¿Qué voy a decir? Repito siempre el brillo de una luz que me fascina o los sonidos de la rutina. Todo igual. Asisto fascinado a lo que miro, y siento que debo decir algo. Y asiento a Dios, que a su vez me mira. Yo lo creo. Y pongo el alma en sus dominios. Yo no sé decir más. Sólo soy lo que amo. No lo que escribo o leo. Lo que amo me define y me encamina. Pero no me preguntéis lo que es el amor. ¿De qué sirve saberlo? Vivo de amor. Eso es lo único que sé. Y lo sé porque lo demás me deja vacío, desolado. Ay, decir las cosas. Decirlas a las claras, desnudas. Sin disimular la herida, la tentativa, el ansia. Decirlas. Nombrar lo amado, no el amor. Gritar el alma al mundo. ¡Qué pocas palabras conozco, qué pocas! Y flotan en el aire, y se van, y tengo que volver a escribirlas para que se queden quietas, conmigo, para que no me dejen solo en medio del ruido. Ya no sé por donde iba. Y es que me explico mal, no sé decirme. La vida es dádiva y es hechizo, un amor lento, que necesita del cuerpo de la belleza. Pocas cosas más sé. ¿Para qué, de todas formas? Es el amor el que me explica a mí, el que me da la vida. Y la herida y el aliento. Y lo que escribo es un ritmo de signos, de ámbitos, de intentos. Dejémoslo así. Vale.

martes 15 de junio de 2010

Estado de ánimo y el estupor que es la vida



Llevo unos días con poca fijeza para nada. Salto de libro en libro, me quedo con el rosario a medias, me pongo a mirar por cualquier ventana, enredo con mis uñas o paso las hojas del periódico sin leer una palabra. ¿No tenía cita para el médico un día de estos? Los papeles me dan pereza. La vida es un estupor constante. Me llama la atención una camisola verde con flores en una percha. Su languidez me consuela, con esos botones de nácar que se abrochan en su cuerpo. Y sigo el vuelo de unas moscas. No es que me aburra ni nada de eso, se trata más bien de una especie de desasosiego que no sé explicarme. ¿Para qué explicarlo todo? ¿Qué necesidad hay de programar lo inexplicable? Si buscas demasiadas explicaciones a la vida puede darte un repentino patatús y ahí se queda el estupor y las palabras y la camisola en su percha y el paisaje de los cuadros. Adiós planes. Y esta obsesión mía por los detalles más nimios y su historia. Cojo el portaminas y voy dando vueltas a su memoria, o a la mía, que ya no sé. Acaricio su madera y escribo en un papel del banco que está por la mesa: “Es un enigma lo que nace de una fuente pura”. Es de un canto de Hölderlin, me parece. Doy vueltas entre mis dedos al portaminas. Su tacto, su moderno diseño. Lo compré para subrayar frases que me encuentro. Para hacer más míos los versos que prefiero. O quizá para presumir, o puede que para que cuando pasen los años tenga un recuerdo. Un recuerdo de tantos días y de tantos enigmas que no entiendo. Y tomo el abrecartas que me acompaña desde que era veinteañero, desde que escribía sin parar cartas y recibía esa hermosa caligrafía que es el afecto de los amigos. Está viejo y un poco roto, y sin apenas uso. Acaricio con el dorso de mi mano izquierda los visillos y una manta color pistacho. La vida es añoranza, indecible relámpago. Por eso nos coleccionamos tantas historias y nos cuesta desprendernos de las cosas.

lunes 14 de junio de 2010

Libros para el verano y algunas otras consideraciones



¿Libros para leer este verano? ¡Son tantos los candidatos! (Bucanero, de Tim Severin, editado por Factoría de Ideas). Reconozco que cada vez me gusta más encontrar un buen lugar, el adecuado. No me conformo ya con sacar el libro de la bolsa o del bolsillo y ponerme a leer a secas. No, necesito un entorno que me agrade, que cuando levante la vista de las palabras siga su vuelo en un cielo muy azul o en unos jóvenes álamos. (La habitación de invitados, de Helen Garner, editado por Salamandra). Leer más tranquilo que durante el resto del año. Leer… y acabar prestando más atención a la zambullida de la luz en el agua, o a esos gráciles movimientos femeninos de la belleza cuando se sienta en la orilla, a mi lado. La vida no para, sigue, avanza, prosigue su danza. Ya no vale cualquier cosa. (1492, el nacimiento de la modernidad, de Felipe Fernández-Armesto, editado por Debate). Hay que buscar un buen sitio donde el cuerpo se recueste tranquilo y el alma asista atónita, no sé, a unos setos muy verdes o a una luna muy blanca. Quizá en un parque umbrío o en la madrugada de una terraza. (Obra poética completa, de Miguel Hernández, editada por Alianza). Un libro requiere un adecuado estado de ánimo y un entorno no menos adecuado. Por lo menos en verano, cuando es más pujante la infancia y la nostalgia, o nos da por pensar si nuestra vida debe seguir siendo como hasta ahora, igual de nada o igual de loca. (Ama y haz lo que quieras, de Eduardo Camino, editado por Palabra). Debemos aprender de una vez a leer algo más que palabras. Como decía Pedro Salinas: “Salva querer salvarse”. Y la lectura es un acto de salvación, de rebeldía. O puede serlo. Necesitamos llegar a la entraña, a la esencia, a la humildad de sabernos criaturas que precisan de cuidados sobrenaturales. En verano se ve más claro. O debería. Y a veces la mirada se nos extravía, se vuelve tiniebla el día. Y el amor pierde constancia, y abandono. (El amor verdadero, de José María Guelbenzu, editado por Siruela). Y sin amor no hay literatura que valga. Ahí mismo, debajo de ese sauce, te das cuenta de lo que eres. Mejor dicho: te das cuenta de lo que puedes llegar a ser. Y sueñas, y anhelas, y quieres una vida más esbelta. Prodigiosa de altura y armonía. Más vertical. Al mismo tiempo indómita y quieta. Bella. (Sociedad Limitada, de Miguel d’Ors, editado por Renacimiento). El verano es color y es trasparencia. Te das cuenta de milagros: el trino de un pájaro o lo infinita que resulta una sencilla brizna de hierba. Miras con devoción las montañas o el agua que sale de una manguera. Versos que no necesitan escribirse para ser poema. El mundo lo descubres más humano, más cierto, más ilusionado. (Memorias de un esteta, de Harold Acton, editadas por Pre-textos). ¡Mira! Mira el cielo oficiando su liturgia de eternidad y nubes, y siente el gozo y el beso y el sino del aire. Dejas el libro sobre el pecho y cierras los ojos. Lúcido. Expectante.

Postdata. En el trascurso del texto he señalado ocho libros que me parecen dignos de ser mencionados. Sólo puedo decir que a mí, por unas razones o por otras, me han gustado. Una última cosa. El libro que al final queda sobre mi pecho es de Eliot Weinberger. Su título: Algo elemental (editado por Atalanta). Magnífico.

domingo 13 de junio de 2010

Revelación



Hoy. Un día excelente. Esa luz que se posa y se adentra. La gente. Confianza. Calor. Unos poemas de Machado y otros de Cernuda. El alma que se asoma entre las palabras. Pujanza de la vida. Y siempre nostalgia de Dios. Relecturas. La mañana y la tarde. Todo tan escaso, tan breve. Poesía que se queda suspensa en esa luz, en ese rostro que acabo de ver. Se estremece la sangre en el pulso del hombre. Constatación de fe y de belleza. Unos ojos que te miran. Y los aceptas. Oscura visión, sombras, posibilidades de tibios ensueños. La vida a veces es sólo una instantánea: ese momento concreto de aurora, de comienzo. Vida: morada de constelaciones. Raciocinios, iluminaciones. Vida: un enjambre de tristezas. La divina tragedia en el centro de la historia. ¡Tanto por amar! Esos labios son el quicio, o quizá la entrada por donde llegar al corazón de la esperanza. Labios, llaga. Herida que sangra esta luz nívea. Un gran día en el que nace una nueva impresión de la vida. Mi vida es hoy, con un poco de memoria de ayer, que me recuerda que ya no soy el mismo. Soy lo que hoy miro, soy este laberinto por el que voy. Estas calles llenas de pensamientos, de árboles, de signos. El mundo en el que vivo y la vida que me habita. Caricias de luz, de tiempo, de piel. Y Dios, su Cuerpo. Confianza. El alma que se aferra a la belleza. Miradas ensimismadas, o arrebatadas por los colores de esas faldas o esas blusas. Hoy, en este punto, con mis costillas y vértebras, con los músculos y nervios, con todas mis benditas potencias. No necesito hablar con claridad, necesito sentir con claridad. Enamorarme, desnudarme de apetitos ambiguos o sílabas enjoyadas. Vivir hoy, no mañana, hoy; y vivir enamorado, pendiente de los sagrados ritos de la mañana y del temblor de sus pestañas; desnudo, muy desnudo, hasta alcanzar la pureza, y lo sencillo.

sábado 12 de junio de 2010

“Mujer mirando al mar”, de Ricardo Gómez (Premio Gran Angular 2010)



La literatura es sobre todo sorpresa. Y cifra de una tragedia que se entrelaza con días de gozo. La literatura es imagen de un amor que es oleaje y corazón y bruma. Olas que azotan el alma. Horas que sacuden los días. Literatura que es paisaje y esa perspectiva nuclear que es la vida. La vida. La realidad. La historia de alguien, de algo. Trama que el tiempo olvida y que puede que sólo sea literatura. Somos vida y somos literatura. Somos la ficción de unos años, de unos sueños, de graves dudas. Somos nostalgia vestida de rutina. Somos luz que habita en la noche. Somos alma que anhela la certeza, que busca la inspiración y el sentido. Somos hombres que quieren ser amados, que desean ser uno con lo amado. Somos amor que respira más amor, que vive de lo que ama. Porque sólo muere el que no ama.

Mujer mirando al mar, de Ricardo Gómez (editorial SM) es un libro que sorprende, que emociona. Yo no sé si es sólo ficción o es vida. No sé si el largo poema que encuentra el escritor-narrador un día cualquiera en el Rastro es sólo una excusa textual o es algo que pasó, algo real. En apenas 128 páginas se demuestra que la literatura, al igual que la vida, es sobre todo intensidad, drama; elegía del amor que nos constituye a todos, y que nos transforma. Nuestra novela tiene varios estratos. Está el autor que busca, que indaga para escribir. Busca un tema. Y encuentra ese largo poema de Elena. Y el autor nos cuenta la obsesión por ese poema, por saber lo que verdaderamente sucedió. Quiere encontrar pistas, los hechos empíricos que constaten la realidad de esos versos. Viaja, fotografía, habla con la gente, toma notas… ¿Qué quedó después de todo?

Otro nivel: al no encontrar apenas resquicio de una supuesta realidad que sucedió en la Galicia de la inmediata postguerra el autor se decide a escribir lo que él imagina: esa historia de amor entre Elena y Pablo, y la odisea de Elena, su desencanto. El lector está dentro del proceso de escritura. Asiste al suspense de la vida que no deja casi rastro. Sólo esos viejos papeles donde está escrito el poema (un poema que cautiva por igual al narrador y al lector). Sí, el suspense de la vida y la intriga literaria. Es un libro abierto. Ricardo Gómez hace una interpretación, pero ¿quién nos dice que no sucedió de otra manera? ¿Quién escribió de verdad este poema? ¿O es todo una ficción del propio escritor?

Lo que pasó, pasó. Si es que pasó. Pero no importa tener todos los datos, ni tener la absoluta certeza de todo lo que ocurrió. El autor nos quiere poner ante la tesitura de la grandeza y fuerza de lo que se imagina o sueña. La literatura puede ser mucho más convincente y real que la misma realidad. En el centro de toda la historia un poema. En el centro de nuestra existencia la poesía, que nos redime y nos otorga la verdad. Esa pedagogía de los sentimientos más desnudos y sinceros. El amor de Pablo y Elena está ahí, en esas estrofas que toca a cada lector interpretar, saberse de memoria, para quizá un poco más tarde escribir su propia versión de la vida, de su drama, de su pasión.

Un gran libro. Todo un elogio de la literatura.

viernes 11 de junio de 2010

El diablo, la tentación y la misericordia de Dios



El diablo está presto. ¡Son tantos los sucesos que hacen creer que el mundo está en su poder! El diablo se regocija, anda exultante. Por los que están con él a partir un piñón, por los que no le creen y por los cristianos que si una vela a Dios y otra ya se sabe. El diablo la goza -es un decir- porque los supuestos amigos de Dios quitan importancia a los pecados de cualquier especie. El diablo está echando el resto, remueve la desesperanza, la apatía y el barro de la lujuria. La vida o es placer o es un asco. Los matrimonios duran lo que dura la luna de miel, y al poco tiempo todo es hiel y gritos y egoísmo. Poseer más cosas, consumir desaforadamente, hincharse de gula como cerdos. ¡Y se frota el diablo sus garras! El alma no sabe por dónde se anda y la conciencia está en estado de coma.

Lo peor de todo somos los cristianos indolentes. Y poco a poco se frecuenta menos a Dios. Nunca pasa nada. Pero se empieza descuidando la misa o la confesión o el pudor o el cuarto mandamiento y se acaba creyendo en el desdoblamiento astral, en la práctica del nudismo como búsqueda de nuevas experiencias (supongo que visuales) o en que la eutanasia pues depende, en fin, hay circunstancias. El progreso o progresismo tan manido, que se manifiesta en leyes y jerigonza muy variada, nos retrotrae a una prehistoria espiritual, a una despersonalización soez del hombre. El hombre se animaliza, vive ya casi exclusivamente de instintos, tropelías y extravagancias. De forma quizá muy sibilina o exquisita, pero al cabo en una desolación amarga de tanta quimera, de tanto embuste.

El diablo se parte de la risa. Una risa cáustica y siniestra. Un risa que se parece más a un aullido. No pocos sacerdotes que se rebelan contra obispos, otros que piensan que el celibato pues que tampoco es algo tan fundamental. La Iglesia siempre tan radical, tan maniática y dogmática. O centralista. Y más con este Ratzinger tan inquisitorial. Obispos que ronronean y trapichean y ningunean al Papa. Aunque haya otros muchos que le obedecen con toda el alma, y alguno que padece martirio. Y esa inmensa multitud de cristianos que no reza. Cristianos de boquilla y que desconocen hasta lo mínimo de la doctrina. Vivimos tiempos en que tampoco hay que exagerar las cosas, en que si manifiestas la verdad de Cristo pasas por necio. Y raro. Y estrambótico. Y exagerado. ¡Tanta oración y tanta misa y tanto rosario! ¡Que gente! Y el cristiano vive timorato, medroso, acomplejado. El mundo ruge contra Dios y contra su Iglesia.

¿Y? El diablo claro que tienta con sus contumaces mentiras. Aunque a veces ni siquiera lo precise. Nos bastamos solitos. Pero tienta de continuo. No ceja en su empeño. Su trabajo y su odio consisten en que no pensemos en Dios (mejor si lo aborrecemos), y nos llena la cabeza de subterfugios, de soberbia, de toboganes y camelos. El diablo está ahí, rondándonos, con sus aliados de siempre: el mundo y la carne. Y un ego desaforado. Y pegotes de todo calibre. A veces estamos tan agotados que parece que nos da igual todo. ¡Qué más da el pecado! Y nos enamoramos de las piedras. Y la voluntad se deja llevar por la inercia de esa imagen o de esa otra fruslería. Y la inteligencia bastante roma. ¿Y el alma? ¡Qué poco se piensa en ella! El seno de Dios en el hombre está sucio y frío. Alma clausurada para Dios. Alma quizá vacía de gracia. Y un alma que no está en gracia es un hombre en desgracia.

No, definitivamente nos cuesta dar importancia al amor de Dios. Y el diablo se cree dueño y señor del jaleo y de la farra. “Peca y sé feliz”. Que no, que no pasa nada. “No te prives, peca, pásalo bien, disfruta”. Entrada libre, sin miedo. El diablo imita perfectamente la carcajada, y se disfraza de cualquier sueño y patraña que sueñe nuestra concupiscencia. Pero es todo paripé, mentira. Él no quiere la felicidad del hombre, quiere nuestra esclavitud: en esta vida y en la eterna. El diablo es un depredador de almas. No tiene compasión. Nos pone cebos y acecha, y nos aleja de una vida de piedad, de humildad, de sobriedad, de caridad hacia los demás. Porque sabe que cuanto más alejados estemos de Dios más cautivos seremos del infierno.

Pero hay varios factores que le trastocan al diablo sus planes. Una vez y siempre. La paciente e infinita misericordia de Dios (que se manifiesta en el sacramento de Su perdón y en el Cuerpo y Sangre de la Eucaristía) es uno de esos factores, el más crucial e importante. Otro es el fruto de la oración de tantas almas sencillas, en el seno de la Iglesia, que piden por la conversión de los pecadores (es decir, de todos). Y la labor discreta de los ángeles y de los santos y de las almas del Purgatorio. Y el factor que Satanás más odia: María. Madre de Dios y madre nuestra. María, que no deja de interceder hasta por el hijo más perdido, que nos atiende con ternura, que está atenta a cualquier desfallecimiento por nuestra parte. María Inmaculada. María: Reina de la alegría. María: Reina del mundo.

jueves 10 de junio de 2010

Atisbos de felicidad



Mi familia. El mismo techo. El agua de la ducha.
La camisa recién planchada. El olor de su almohada.
La luz que nos despierta. Salir a la calle con Ana.
En los bolsillos nada. Una racha de viento en la cara.
Las personas sinceras. El color de las cosas.
La casa encendida de Rosales. El rumor de las hojas
y el de las olas que salpican mis sueños.
El pañuelo fucsia a juego con su alma.
Todo aquello que no puedo expresar con palabras.
El fulgor de los geranios en una plaza. Los reflejos
de la belleza en los escaparates. Las burbujas
cuando buceas. Una librería. Entrar en una iglesia.
Descubrir un nuevo beso. Un batido de fresa.
La hierba fresca y la piel morena de sus piernas.
Las risas de mis hijos. Un poco de lluvia.
Y el río Jiloca y los juncos y los chopos y la bicicleta.

(Y mientras tanto mi vida que se desvive por ella
y que no me deja tiempo para medir estos versos).

miércoles 9 de junio de 2010

La dignidad de la persona


La principal lucha -digo la principal- del Estado moderno, o posmoderno, o como diablos queramos denominarlo, no debería ser el paro, ni siquiera la crisis económica, ni esa desesperante lucha contra la obsesión nacionalista y su procacidad ideológica. Tampoco la fatuidad de una política internacional que nos embelesa con su fría liturgia de intereses categóricos. Ni siquiera, fíjense bien en lo que les digo, la principal lucha del Estado -digo e insisto: no la principal- debería ser el terrorismo, que en gran medida es resultado de una injusticia económica global objetiva, así como de unos nacionalismos racistas que hacen de la lengua, sangre o religión (véase ETA o el Islam) motivo de un odio furioso y contumaz, además de una excusa ciertamente manipulable de cara a otros réditos menos gaseosos, ya me entienden. La impericia, soberbia e incapacidad de nuestros políticos hace el resto.

Pero a lo que iba. Todos estos problemas -y algunos más- con ser gravísimos no deberían ser la preocupación fundamental de los gobiernos. Son la manifestación de algo mucho más peligroso: la no educación (o la educación mediocre, que viene a ser lo mismo), la manipulación ética y académica, la despersonalización, la deshumanización. Todo eso, que ya profetizó la literatura moderna en hombres como T.S. Eliot, George Orwell, Ray Bradbury, C.S. Lewis o Aldous Huxley, por poner algunos ejemplos, me lleva a pensar que la primera lucha del Estado hoy, si queremos seguir manteniendo erguida esta civilización que nos ampara, debiera estar precisamente en contener por todos los medios la degradación de la persona, en devolverle su original dignidad. Porque la situación actual no puede seguir así por mucho tiempo. No se trata de visiones apocalípticas o alucinaciones vehementes. Es la realidad de la calle. Desde el empujón al grito destemplado, de los gestos ariscos a la más que absoluta despreocupación por los demás. Y la droga en sus variantes más nocivas e inverosímiles, el cultivo de la mentira como una de las bellas artes, el desmedido morbo mediático por lo más degradante de la persona (lo mejor y lo bueno no interesa, no vende), o la justificación de cualquier aberración antinatural en pro de unos cuantos votos indecentes.

Y por supuesto fruto de todo ese desmembramiento del alma y de la conciencia es también el escarnio de la violencia doméstica. Una violencia salvaje y energúmena, que para nada es repentina o casual. Esta violencia es fruto del egoísmo más radical, y de una evidente falta de valores. De una conciencia deformada que desconoce totalmente lo que está bien y lo que está mal. Hoy día, ¿qué vale la vida humana? Se realizan por ejemplo esfuerzos ímprobos por salvar a los ballenatos y delfines varados en las playas y, sin embargo, decidimos que la eutanasia es el remedio más "humano" para las personas encalladas en la soledad del dolor. ¿No hay aquí una incoherencia manifiesta, una disfunción letal de lo que significa el ser humano y su destino de felicidad? Y recordemos que el individuo nace en un entorno familiar, necesario para un desarrollo más o menos cabal de su personalidad. Pero ¿qué ocurre cuando durante décadas el concepto de familia se relativiza hasta la carcajada? ¿Qué ocurre cuando se prostituye hasta el vómito lo sexual? ¿Qué pasa cuando la dimensión espiritual del individuo es sólo un frívolo garabato esotérico?

De la antropología cristiana hemos pasado a la fláccida insensatez de lo light, del capricho autista o del me apetece, donde "lo mío" es ley y el "yo" un nada desdeñable tirano. No seamos ingenuos de pensar que esta esquizofrenia social que es la violencia doméstica se arregla mediante la receta de unas cuantas leyes. Nada más lejos. Si lo que se pretende es ir a la raíz del problema, la batalla debe desarrollarse primero en el terreno de la educación (desde lo más básico, ¡qué responsabilidad tan grande tienen en ello los padres!) y de la protección a la familia. Sí, de esas familias que hacen del sacrificio su alegría cotidiana e irrenunciable. De esas familias –¡pásmense!– que son capaces de tener hijos, o que incluso los adoptan, en nombre de esa entelequia que en un tiempo no muy remoto dábamos en llamar amor. ¿Ustedes conocen a seres más progresistas, más solidarios? Yo no. La degradación de la persona conlleva la degradación de la familia (la primera y fundamental escuela). Y viceversa. Ésta es una brecha abierta al desorden, a la discordia, a la insociabilidad, al odio y, por supuesto, a la violencia. ¿Acaso podría pensarse que la relajación ética generalizada, cuando no planificada, podría salirnos gratis?

martes 8 de junio de 2010

¿Para qué vivo?



Hay preguntas que de pronto aparecen, o que cobran más consciencia. Preguntas cruciales, en torno al existir, a nuestra vida. Preguntas que no hay manera de soslayar, que nos obligan a pensar en lo que hacemos y somos. Estás tan tranquilo, con un refresco en la mano, o hablando con un amigo de la subida de impuestos, o respirando el perfume de los tilos. Estás así, como si nada, en un día que parece no tener más importancia, cuando de pronto ocurre. ¿Para qué vivo? ¿Qué objetivo tiene mi vida? ¿Leer, pasarlo todo lo bien que pueda, intentar ser feliz con lo que tengo? No, no es sólo eso. ¿Para qué vivo? ¿O será para quién? ¿Vivo para mí o para los demás? ¿O me conformo con lo que hay, con lo que llega? ¿Me dejo llevar por el tiempo o sueño con algo más? La vida es un don demasiado grande como para quedarme quieto o darlo todo por hecho o permanecer en la orilla. La vida hay que pensarla para vivirla en toda su plenitud. Pensarla y pensarse. Intentarla, darse. ¿Para qué vivo? No puede ser que todo se reduzca a dolor o a una extraña melancolía, o sea el lenguaje de una soberbia sombría o demasiado exquisita. Vivir es una gracia y una pasión. Vale, de acuerdo. Aunque hay quien opina que es una desgracia. ¿Para qué vivo? Piensa, piensa. Debes saberlo, luchar, vencer la cobardía, el miedo. Vivo para… ¿Para? Igual descubres que vives de cualquier manera, mortecino y sentimental, o díscolo o desigual o afligido entre libros, o entre todos esos escombros que dejan en el alma los sentidos o la pereza. ¿Para qué vivo? Igual te crees que sólo con palabras solventarás la vida: tu vida. Cuando, como mucho, esas palabras son brillos o imágenes imprecisas. ¿Para qué, para qué, para qué? ¿Para qué vivo? ¿O es para Quién? La vida es una efusión de trascendencia. ¿Vivo para Dios? Sé que Dios vive para mí, eso es seguro. Me da Su Vida. Pero yo soy apenas un intervalo y un claroscuro. ¿Para qué vivo? Puede que para enamorarme y ser fiel al Amor. Con sencillez, sin espasmos. Soy vástago de Dios. Vivo para amarle. Intento amarle para vivir, para descubrir en mí Su bienaventuranza. La vida debería ser un acto de humildad, el cotidiano afán de un cántico desde donde mana el alma tal cual es: amante.

lunes 7 de junio de 2010

Fin de curso y desencanto



Y van algunos profesores y se lo creen. Nuevas teorías en la educación y una tecnología de lo más puntera. No en vano es palabra griega. Y todos perdiendo el tiempo de lo importante. Y el ministerio cultivando la inopia. Dicen que hay que aprender jugando, casi sin esfuerzo. Pues nada, hagamos leyes que entretengan a los chavales. Estudiar poco, pero oye que disfruten y que aprueben todos. Y van muchos padres y también se lo creen. Los tiempos son otros. Estos críos son una gozada, sólo hay que verlos, mucho más alegres que nosotros. Además aprenden casi solos. Yo no me lo creo. Porque codos pocos, muy pocos. Y esa actitud displicente y calculadora. Y más que alegres, inconscientes. El mínimo, no vaya a ser que revienten y se despeinen esos pelos. Que jueguen, que se desfoguen, que se pongan pendientes y se tatúen el cuerpo. ¿Y estudiar? ¿Memorizar? ¿Subrayar algo más que la desidia o esas hormonas tan divertidas? Se les justifica de mil modos. Son tan buenos. ¡Hijo mío! Y los padres ejerciendo de profesores y pagando extras y academias y disculpando siempre al niño, pobrecito. Caligrafía nada. Ordenador, tecnología. Y mil faltas de ortografía en el alma, y ya no digamos de las otras. Pioneros en la flojera, voluntad vaga y consentida. ¡Qué divertido es el tobogán del capricho! Eterna adolescencia. Todos ríen y se cuentan el cuento de la lechera. La ropa por el suelo. Ya me lo sé, me voy al cine. Un folio ya es mucho y los libros de texto nunca se terminan. La vida es tuenti y es McDonald’s y el último aparato de algo. Aprender resulta aburrido, mejor dame dinero. Alabados sean los jóvenes. Loas y logse para ellos. Trabajar, menos. Que vayan a su ritmo. Esa es la nueva pedagogía, lo moderno. Poca disciplina y todos tan felices, como en los cuentos.

domingo 6 de junio de 2010

“Bibliotecas llenas de fantasmas”, de Jacques Bonnet


Después del placer de poseer libros,
poca cosa hay más dulce que hablar de ellos.
CHARLES NODIER (Citado por el autor)

El lector apasionado y compulsivo lee para respirar, necesita llevar siempre consigo algún libro. Cualquier momento es bueno. Los paisajes, el frescor de la brisa o la terraza de un bar se valoran tanto en cuanto te permiten leer. Y vas pasando las páginas de una felicidad íntima y quizá fugaz, puede ser, pero felicidad al cabo. Subrayas unas líneas o quizá te enfadas por haber olvidado las gafas. Ya tienes en la cabeza el próximo libro o libros que quieres devorar. Pero al llegar a casa una referencia de un escritor o puede que un recuerdo hace que leas a Catulo o unos relatos de Pitol. Y amontonas los libros por tu vida, y te preocupa no tener ese espacio suficiente (¿es alguna vez suficiente?) para guardarlos todos en orden y después soñar con quedarte en el centro de esa habitación para contemplarlos a tu antojo. No es ninguna bobada el vivir entre libros, y leerlos con agradecimiento. Ya no es sólo la memoria, la esperanza o la inteligencia las que salen fortalecidas. Es el alma, señores míos, el alma la que se adentra en el significado y densidad y esencia de las cosas.

Amar a los libros es algo más que una pasión. Un lector empedernido es un hombre que no se conforma con el mundo tal y como dicen que es. Abrir un libro es eso: el intento de asomarse a la verdad, de conocer con más detenimiento la vida; es tomar aliento para ir más allá, sean cuales sean las circunstancias. Un tipo que lee parece quieto, pero no lo está. Es un conquistador y un seductor. Un tipo que lee es uno de los grandes dones para la sociedad o para el trabajo donde desarrolle su actividad o para su familia. No es algo inútil, es un continuo hallazgo espiritual. Un autobús no es lo mismo con un lector dentro. O un vagón del metro o una casa. Un lector transmite sosiego -“papá, me relaja verte leer”- y curiosidad y la posibilidad de una conversación decente. Cuando detectamos a un lector nos intriga lo que lee, y nos seduce. Quien más quien menos quiere ser como él, hay como una secreta envidia. “Si tuviera tiempo”, “si la vida me dejara”, es lo que se suele oír (¡ay, las horas muertas que se pasan delante de la televisión o Internet!). Y cuando vemos una nutrida biblioteca se siente uno a gusto, y te quedas con el alma abierta, además de la boca.

Y el lector asiduo de novelas, ensayos, cuentos o poesía llega un momento en que disfruta leyendo experiencias de otros lectores. Le encanta saber los detalles de otras bibliotecas, y ver fotografías de las mismas. Le fascina saber las confidencias de esos lectores, sus gustos, sus pequeñas manías e intríngulis. Yo confieso mi especial debilidad por este tipo de libros. Hay autores que no pueden dejar de manifestar este apasionado amor bibliómano. ¿Cuentan algo nuevo? Puede que sí, puede que no, pero no hay quien te quite la satisfacción de ese amor compartido. Reconozco que la familia Baroja se me hace muy interesante por su casa de Itzea, donde don Pío y su sobrino Julio Caro Baroja después, y ahora el otro sobrino Pío Caro, han ido formando una biblioteca de la que estoy prendado y que espero no desaparezca nunca. Es un ejemplo entre mil. Y disfrutas leyendo historias de la lectura (la mejor es la de Alberto Manguel, editada por Alianza primero y luego por Lumen), y La pasión por los libros de Francisco Mendoza (Espasa), y Mundolibros de Petroski (Edhasa), y 84, Charing Cross Road de Helene Hanff (Anagrama), y Ex Libris de Anne Fadiman (Alba), y Una vida entre libros de Lewis Buzbee, o Leer para contarlo de José Luis Melero (Biblioteca Aragonesa de Cultura) que son los primeros que me han venido a la cabeza.

Y estos días he leído Bibliotecas llenas de fantasmas, de Jacques Bonnet y Metamorfosis de la lectura, de Román Gubern (los dos títulos editados por Anagrama). Sobre todo con el libro de Bonnet es como si alguien me hubiera ido leyendo el pensamiento, como si el autor hubiera vivido una buena parte de mi vida, pues tal es la fuerza de los libros. El índice habla por si sólo: Decenas de miles de libros, bibliomanías, guardar y ordenar, prácticas de lectura, ¿de dónde vienen?, leer las imágenes, personajes reales y personajes ficticios, el mundo a su alcance y fantasmas de biblioteca. Y la lectura de la particular experiencia libresca del autor son un montón de evidencias que pueblan mi propia existencia. Yo también tengo la suerte de leer en medio del ruido y sin atisbo de cansancio. Escribe Bonnet: “Leer me cansa tan poco como nadar a un pez o volar a un pájaro”. ¿Cómo detenerse en la lectura? “¿Cómo detenerse cuando se vislumbra la oportunidad de escapar de un mundo limitado?”. Yo también -como tantos otros- “siento la necesidad de tener a mi disposición todos los libros”.

El libro de Bonnet no deja de ser un acto de amor y de público agradecimiento hacia los libros. Y la expresión de cierta nostalgia. (El de Gubern transita sobre los cambios en el soporte, en la evolución tecnológica vertiginosa que parece que va a dejar trasnochado dentro de unos siglos el libro tal y como lo conocemos; nos explica desde la articulación del lenguaje y sus primeras expresiones escritas, pasando por todos los cambios que han ido sucediendo, su significación y su evolución). Este acto de amor que nos lleva a guardar los libros como una parte sustancial de nuestra memoria y de nuestra alma lo expresa muy bien Jacques Bonnet en la pág.32 del libro: “El libro es la valiosa materialización de una emoción, o la posibilidad de sentirla algún día, y separarse de él sería correr el riesgo de crear un grave vacío”.

En los libros está el alma del mundo, el significado de una buena parte de su misterio y maravilla. ¿Cómo voy a desprenderme de ellos? ¿Cómo no voy a reconocer y a enamorarme de esa revelación constante de belleza y sabiduría?

sábado 5 de junio de 2010

Dios no deja de hablar al alma



Buenos días Jesús mío. ¿Qué quieres que te diga? “Dímelo”. Es que igual te ríes dadas las circunstancias de mi alma. “No te avergüences ante Mí”. Jesús, es que te lo he dicho tantas veces y en tantas ocasiones te he fallado que… “Confía”. Bueno, pues te digo que quiero ser santo. Señor, ¿crees que puedo llegar a serlo de verdad? “Guillermo, Soy Yo el que te hago santo, no hay nada que más desee que compartir Mi Santidad con mis hijos, pero sólo encuentro obstáculos”.

Ya lo sé. En lo que a mí se refiere por una parte te pido ser santo y por otra parece que procuro todo lo contario. ¿Qué puedo hacer Jesús mío? “No dejar de creer en Mí, contarme tus problemas y dificultades, confiarme tu vida entera, pedir perdón y proseguir el camino Conmigo”. No me dejes. “No te dejo”. Nunca. “Nunca hijo mío, nunca”.

Estaba pensando en una señora que me encontré en una tienda, aquella buena mujer, ¿recuerdas? “Son muchas las gracias que te doy, pero la mayoría no sabes verlas”. Cuando le di las gracias, por dejarme pasar, nunca pensé… “Dar las gracias a una persona puede significar mucho para ella y a Mí me dejas entrar en su alma”. ¿De verdad? “Una sola palabra puede ser un acto de caridad de gran eficacia”. Todavía me emociono cuando recuerdo lo que me contestó la buena mujer: ‘Las gracias siempre a Dios’, dijo. ¿Fuiste Tú? “Si tu alma está atenta al Espíritu te darás cuenta de muchos de estos dones”.

¿Ves?, ahora ya no sé qué contarte. “Me interesa todo de ti, ¿no te das cuenta?”. Estaba mirando el cielo con sus nubes, los edificios cercanos, las personas que viven en ellos… “Piensa siempre en almas y pídeme por ellas”. Te lo prometo. “¿Qué más ves?”. La luz en las fachadas. “Esa luz es obra mía”. Pues es maravillosa Jesús mío. Es de lo más bello, pues alumbra todo lo demás. “En ella también puedes verme a Mí, porque Yo Soy la Luz, la fuente de toda luz, y quiero llenar de esa luz a todos los hombres”.

Señor, igual es una bobada, pero ya sabes lo que me gusta asomarme a las ventanas. “Las almas en gracia son mis ventanas al mundo y desde ellas bendigo y tengo misericordia”. Quiero ser una de esas ventanas. “Pero tienes que abrirla más a Mi Voluntad, no a tu comodidad”. Me despisto mucho Jesús mío, se me van las horas sin pensar en Ti apenas. “¿Imaginas que Yo dejará de pensar en ti? Durante esas horas de las que hablas Te estoy esperando”. ‘Señor, ten piedad y misericordia de mí’. “Me gustó cuando viniste ayer a verme. Te estaba llamando y me oíste”. Estaba cansado. “¿Qué descanso mejor que estar con tu Dios?”.

Jesús mío… “Sé lo que te preocupa, no olvides que Soy tu Padre”. Pero… “Soy tu Padre siempre. ¿Cuándo he dejado de perdonarte, cuándo he dejado de ayudarte”. Perdona Señor mis dudas y mis pecados, mis desánimos y egoísmos. Toma mi corazón. “Toma tú el Mío”.

viernes 4 de junio de 2010

El reloj se para y piensas



El reloj se me ha parado
a las siete menos cinco de la tarde.
Pero yo he seguido con mi vida. O puede
que la vida haya seguido conmigo
sin ser yo muy consciente de lo que pasa.
¿Qué más da lo que diga el reloj
si la luz se vuelve sombra y el tiempo
crece en la barba cana de mi cara?
He aprendido que la vida son sólo signos
o metáforas de una realidad incierta
que necesita de imágenes para ser
algo más que lo que es a primera vista.
El segundero quieto, como un augurio
de la muerte, como si fuera el momento
del juicio. –“Y tú, ¿qué has hecho?”. -¿Yo?
-“Sí, tú, ¿qué has hecho con los años de tu vida?”.
Y me paro a pensar y no acierto a decir nada
que no sea una excusa o una mentira.
Sólo recuerdo las manos de mi madre. Suaves,
pequeñas; recogidas en plegaria.
Las manos de mi madre, nerviosas,
fregando los platos o peinándome el alma.
No sé, imagino que habré hecho cosas
pero ahora todo se reduce a aquellas manos
que me lavaban por la mañana la mirada
de los ojos, y el pecho donde los sueños,
y por la noche la épica de las rodillas.
Por supuesto siempre con agua fría.
De todas las palabras sólo me vale una: “¡mamá!”,
que es de donde nacen todas las demás:
las más puras o desnudas, o esa otra poesía
que se hace a base de defectos y miserias.
Será que la vida te va dejando sin remedio
huérfano de enigmas y aventuras y misterios.
¡Qué serias se ponen las cosas con el tiempo!
¡Qué serias y qué ridículas y qué extrañas!
Y las agujas del reloj están ahí: fijas,
inertes, clavadas a las siete menos cinco
de una tarde que se muere sin prometer nada.
¿Mi vida? Un niño que juega en un largo pasillo
y que espera que alguien le devuelva las palabras.

jueves 3 de junio de 2010

“Historia de un segundo”, de Jordi Sierra i Fabra (Premio El Barco de Vapor 2010)


En determinado momento de la acción se dice:

- ¿Qué harías por amor?
- Todo.

Todo. Por amor dar la vida. Porque ya vives otra vida. Tu vida sola no vale nada, no tiene sentido sin esa persona que amas, que te ama. ¿Qué sentido tiene la vida si en la vida no está él o no está ella? El amor. Una mirada, un segundo donde estalla el universo a tu alrededor y el corazón galopa y la sangre bulle. Una mirada. El deseo de estar juntos, de no ver otra cosa. Y querer escuchar su voz para poder escuchar su alma. Y soñar y no vivir sólo de pensar la posibilidad de una caricia. Un segundo al menos, un segundo para verla, para veros. Y ya todo habrá merecido la pena. Todo. Alegría, tristeza, alegría... “Extraña, muy extraña cosa el amor”.

Elena. Eliseo. Historia de un segundo, de Jordi Sierra i Fabra (editorial SM) es mucho más que un cuento o una narración breve. ¿A partir de 12 años los lectores del libro? El amor no tiene edad y es lo que verdaderamente nos hace hombres. La capacidad inaudita de darnos a otra persona, de vivir juntos. El autor escribe con sencillez y verdad sobre lo que es el alimento espiritual que nos nutre a todos: el amor. En esta ocasión desde la perspectiva de unos adolescentes. Elena y Eliseo. ¿Ingenuidad? No, no. Conciencia clara de quererse. “Deseos de cantar, gritar, reír, llorar…”. El libro me ha emocionado. Según iba leyendo me iba preguntando si mi amor era todavía así, si era capaz de jugármelo todo por ella, si mi amor tiene aún toda esa fuerza, esa pureza, esa frescura; si todavía cuento las horas y los minutos para volver a verla.

Apenas dos niños, puede pensarse. Pero el amor los transforma y espabila. Lo que puede parecer fantasía es madurez. Todos tenemos dentro un poco de Elena o un poco de Eliseo. Y una de las propiedades que tiene leer el libro de Jordi Sierra es que nos invita a renovar el amor, a huir del egoísmo, a perseverar en aquella primera mirada que una vez lo cambió todo. A luchar por lo que queremos, a no renunciar por más obstáculos que encontremos. Elena es de buena familia y Eliseo un chaval despierto y poco más. Pero el amor le lleva a querer aprender, a sacrificarse, a intentar ser digno de Elena y de si mismo. Ya no tiene otro objetivo. Porque cada uno es lo que es capaz de amar. Una persona enamorada lo puede todo. Y Eliseo ama mucho. Dirá: “El amor es lo más importante”.

Debo reconocer que la historia me ha parecido preciosa. De una delicadeza extrema. El autor ha puesto el acento en el centro de toda esa ternura que es el amor y su pedagogía para el alma y para el mundo. Acostumbrados como estamos a lo zafio y a la perversión de los sentimientos es raro encontrar un texto que todavía crea en el amor como felicidad y futuro. Desde muy pronto los chavales parecen viejos y descreídos de todo lo que no sea material, y brusco, y de placer torpe e instantáneo. Por eso este libro es una joya. Porque en él encontrarán los más jóvenes -insisto: también los jóvenes de más edad- un estímulo para su propia realidad. El amor mejora a las personas cuando se vive con respeto, con detalles, con imaginación y cierto romanticismo. Ya nada es inútil. Y no dejamos de comunicarnos los sueños y de cuando en cuando decimos o escribimos TE AMO. Y nos apresuramos hacia un beso. En fin, el amor, la vida… Elena, Eliseo. O Marta y Jaime. En un segundo sucede lo extraordinario, ese chispazo, ese misterio.

“En el preciso instante en que la vio, quedó prendado de ella”. Y ella de él. Es el inicio. Así sucede el milagro.

miércoles 2 de junio de 2010

Agradecido a los poetas



Leo mucho a los poetas.
Leo su alma, sus tinieblas, su misterio.
Leo en ellos el idioma diáfano del cielo
o el tedio de un pitillo o unos cuerpos
que se aman en silencio.
Leo mucho a los poetas.
Leo en su arte mi vida
y reconozco mi muerte
en su lenguaje de polvo, tiempo y nada.
Leo la mirada de un hombre solo
que busca palabras donde cobijarse.
Leo cuando resucita Dios en un poema
y comprendo la entraña espiritual del universo
y el destino eterno de unos cuantos fonemas.
Metáforas, signos, estéticas,
frustraciones, esperanzas, rebeldías,
emociones, rimas, anhelos.
Leo mucho a los poetas.
Gracias a ellos sigo vivo
y escribo con humildad estos versos.

martes 1 de junio de 2010

Es complicado vivir si dejas de ordenar las facturas



Parece mentira lo complicado que es acostarse en punto, ordenar las facturas o no meter más libros en el armario de la ropa. Ay, esa llamada que llevas más de una semana sin hacer y la de meses que no aguantas la mínima contrariedad sin quejarte. Exiges a tus hijos lo que tú no haces (¡qué gravedad la de este asunto!) y pones el alma en palabras que no vienen a cuento, o aunque vengan no son lo primero ni lo más importante. Hay momentos en los que se te hace un mundo escuchar a los demás (incluido Dios) y gritas, cuando suena el teléfono, que no estás en casa ni para nadie, que te has ido a no se sabe dónde. Prefieres un libro o hacer fotografías con esa melancolía tan propia de tu vida. Se amontonan los días sin grandes cambios. Es un hecho. Uno detrás de otro, mirando las mismas cosas y tomando en punto las mismas medicinas. La de veces que buscas algo más intrépido y nuevo en los reflejos de esos cuadros del pasillo o en las vetas de la madera del suelo o en la ficción de Robinson Crusoe plagada de relámpagos en lontananza. Buscas algo distinto, pero no te engañes, la vida es casi siempre lo mismo. Y luego están esos sueños, que sólo son sueños y que ya no engañan a nadie. Ni siquiera a ti, tan crédulo y tan proclive a las visiones. Puede que lo distinto esté más cerca de ti de lo que imaginas, que lo distinto esté en el centro de toda esa vorágine de rutina y calles y ruidos. Déjate las uñas, deja de lamentarte y sacude del alma la modorra. Tanta negligencia no es buena. Ordena de una vez esas facturas que se arremolinan en la mesa (y lo que no son facturas y están más allá de tu mesa). Puede que así dejes de dar vueltas a esa pandilla de sinvergüenzas que son algunas fantasías, que te apartan de lo primordial de toda esta historia -más o menos aburrida o misteriosa- que es tu vida. Digo yo que los demás esperan de ti algo más que palabras. Como dice el poeta: “Alma mía, tendrás que corregirte”.