
Son muchos los escritores de formación periodística. Y en el periodismo del siglo XX y lo que llevamos del XXI se ha gestado una prosa espléndida, vivaz, fulgente. Desde Julio Camba o José María Pemán hasta David Gistau. O Juan Manuel de Prada. En el periodismo germinó la fuerza de Miguel Delibes o la de Francisco Umbral, o la de Arturo Pérez Reverte, que no es poco. El periodismo pule y forma a grandes escritores. En el periodismo nos encontramos la cautivadora prosa de Antonio García Barbeito, sin ir más lejos, por la que tengo auténtica devoción literaria. O la de María José Navarro, o José Luis Alvite. Y tantos más. Recuerdo leer artículos de Julia Navarro, cuando mi pasión por la prensa era descomunal, y escondía los periódicos debajo de los libros. Y leía más que estudiaba, que no sé si era -y es- algo malo, bueno o regular. Pero me sentía feliz, y disfrutaba, y aprendía.
No son pocos los periodistas que se han pasado a la ficción, o que han hecho un intento, o dos, ante la posibilidad de un argumento más para su vida. Quizá un poco hartos de esa otra ficción que es la política, o del día a día de una inmediatez periodística que cansa al alma con sus tropelías, o como queramos llamarlo. Y Julia Navarro (Madrid, 1953), después de unos cuantos libros de análisis histórico-político, escribió -y publicó en 2004- La Hermandad de la Sábana Santa (que dio en la diana del éxito popular), y llegaron después La Biblia de barro (2005) y La sangre de los inocentes (2007). Bueno, bueno, algo espectacular. El éxito, digo. Traducciones a tutiplén y sus novelas en todos los aeropuertos del mundo. Con una buena dosis de trabajo (supongo) y una no menor de imaginación, ha conseguido Julia Navarro auparse al Olimpo de los libros más vendidos o bestsellers. El mérito está ahí y hay que reconocerlo. Pero antes de nada debo decir que yo no me he leído ninguna de esas novelas suyas. Confieso que he vivido -y vivo- con abundantes prejuicios hacia este tipo de literatura de listas y escaparates. Pero cada uno es como es. Y eso no quita que haya trajinado por libros de todo pelaje y condición. Y punto (que diría la estupenda narradora que es Mercedes Castro).
Sin embargo, cuando llegó a mis manos la última novela de Julia Navarro, supe inmediatamente que la iba a leer. No sé muy bien el motivo, pero lo supe. Intuí que Dime quién soy (Plaza Janés) me iba a gustar. Que esta novela era una vuelta de tuerca y un desafío. Y cumplidas 1.097 páginas de lectura sé que mi intuición no me ha dejado en mal lugar. Y que lo ha conseguido. Sé que desde ahora voy a leer a Julia Navarro. Dime quién soy es una gran historia. Con esta novela su autora da un puñetazo en la mesa de académicos y crítica, y demás exquisitos. Con esta novela su obra ha comenzado una nueva etapa, estoy convencido. Una novela que ha nacido con una gran vocación de madurez literaria, de ímpetu, de permanencia. Se le nota la ambición, las ganas de profundizar en el alma de sus personajes y de la historia. No es fácil aguantar el pulso, la intensidad y la tensión de la trama y del drama a lo largo de tantas páginas. Y ella lo hace. Con desenvoltura y precisión. Y con la emoción necesaria.
¿Quién es Amelia Garayoa? ¿Qué simboliza, qué representa? ¿Es su vida una visión romántica, una rebeldía, una constante inquietud por los demás o por lo que pasa? Es todo eso y mucho más. Cuando su bisnieto Guillermo -por encargo familiar- comienza a indagar sobre ella va descubriendo su carácter, y va perfilando lo que era: “Me quedé dormido pensando en que Amelia Garayoa, aquella misteriosa antepasada mía, había sido una romántica temperamental, una mujer ansiosa de experiencias, constreñida por las imposiciones sociales de su época; un tanto incauta y desde luego con una clara tendencia a la fascinación por el abismo”. Una mujer lista, a la que la experiencia y el dolor que conlleva la vida, que va madurando y transformando en una constante caja de sorpresas. El siglo XX es el siglo del dolor por antonomasia. Y Amelia lo va recorriendo y conociendo de primera mano; en la geografía de su mismo cuerpo torturado y, sobre todo, en su corazón no menos herido. Porque Amelia Garayoa vive de amor (supongo que como todos). Vive de darse, de entregarse, de olvidarse de si misma. Para ella la vida es una constante pasión, un sueño por el que hay que luchar. Y nunca se da por vencida. “La verdad es que lo de mi bisabuela huele a folletín”, insistirá Guillermo. Y al comienzo hasta el propio lector lo cree así. Pero no, la vida de Amelia tiene muchos más matices y el lector se siente involucrado en su propio presente. La obra posee una carga moral que trasciende lo que podría haber sido una novela más. Y esa es su verdadera entidad.
El libro es la recuperación de una memoria que estaba perdida, o en vías de perderse para siempre. El libro es una elegía y un drama; evocación y nostalgia. Es la aventura que es todo hombre. Y su tragedia. Es el amor que redime, es el compromiso con los ideales, es la lealtad con los amigos, es el sentido del deber y de la justicia. Amelia se enamora de Santiago y se casa con él. Fruto de ese amor nacerá Javier (el abuelo de Guillermo, el que investiga). Y en un error del que siempre se arrepentirá se marcha con Pierre Comte, el revolucionario. Deja Madrid y a su hijo. París, Buenos Aires, Roma, Londres, Moscú. Pierre, su gran amor, al que seguirá hasta la muerte. Y Berlín, y Varsovia. Y el británico Albert James, periodista de enjundia. Y el barón Max von Shumann, oficial de la Wehrmacht. Y El Cairo, y de nuevo Berlín. Y visitas puntuales a Madrid. La España asfixiante de la preguerra (“aquí dedicamos mucho tiempo a fastidiarnos los unos a los otros”), el terror de la guerra civil, y la tristeza de la postguerra. Y la agonía de Europa, estrangulada por el homicidio sistemático hitleriano o estalinista, por la barbarie más atroz que ha asolado los países, las conciencias y las almas. Y la guerra fría.
Dolor, dolor, dolor. Y amor, amor, amor. Y de por medio la vida con su suspense y su acción. Y la reflexión sobre su sentido; y el desamor, y la muerte, y la supervivencia. Dime quién soy es la búsqueda de una identidad personal, pero también familiar, social e histórica. Pero sobre todo es un encantamiento literario, un disfrute narrativo. Yo salgo fascinado de esta lectura.