
Cabizbajo, y solo, y oscuro
-silencioso, sin rastro-
en las olas de niebla se funde
como se hunden los barcos.
MARINA TSVETÁIEVA
Nadie se tiene que enterar. ¿Dónde está la maleta? La manía de cambiar las cosas de sitio. Juraría que estaba en el altillo de mi habitación. ¿O quizá en el trastero? Voy a indagar. Las llaves, las llaves del trastero... Tampoco las encuentro. ¿Pero qué ocurre en esta casa? Tanto orden va a acabar conmigo. Es igual, cualquier maleta me sirve. La maleta y mi amplia cartera negra ribeteada en rojo. Primero la ropa. Ah, y el neceser, sin olvidarme de las medicinas (aunque allí donde quiero ir no sé si serán de utilidad). ¿Falta algo? Pensemos… ¡Ya está! El pijama y la corbata dorada. Y la gabardina, por si necesito un poco de lluvia. Rápido, rápido, que mi sueño es muy puntual y sale en media hora.
En la cartera sólo libros. Por Dios, ¡qué nervios! ¿Y qué libros? No sé si cogerlos al azar, que será más breve. Vamos a ver. Abro las puertas de la biblioteca, cierro los ojos y arrastro mi mano derecha por los lomos. Éste de aquí, y éste, y éste. Y éste. Ya vale. ¿Poesía popular de la China antigua? Bueno. Los cementerios civiles, de José Jiménez Lozano. Para adentro. El mago de Viena, de Sergio Pitol. Ya lo he leído, pero es igual, es de lo mejorcito. Y… ¡una guía de Rusia! Misterio, misterio. ¿De dónde habrá salido? A saber el rumbo que toma el tren de mi sueño. Cinco minutos. ¿Y si los libros son pocos? Nunca se sabe. Me llevo también estos dos que tengo por la mesa. Asesinato en Montmartre, de Cara Black y esos Diarios de Sándor Márai. Listo. Y cierro los ojos. El viaje será largo. Quisiera que fuera muy largo…
El compartimiento del tren es coqueto y cómodo, de madera noble y terciopelo color turquesa en los asientos. Estoy solo, pese a que hay dos camas litera. Fuera la noche es espesa, y dentro la luz es mortecina, como de novela decimonónica. Alguien llama a la puerta. “¡Adelante!”, me escucho decir a mí mismo. Un revisor. Me quedo mirando el brillo de los botones de latón de su uniforme. “Señor, ¿quería algo?”. “¿Yo? Pues no sé, ¿he de querer algo?”. El revisor me mira incrédulo. Por salir del atasco le pregunto el destino del tren. Su mirada desconfía a ojos vista. “Praga, señor, nos dirigimos a Praga; que pase buena noche”. Y se va. ¡Praga! Abro la cartera y recurro a la poesía china: Hay que ser felices hoy, más felices / vamos juntos a pasear entre las nubes.
Hoy. ¿Pero qué día es hoy? Llamo al revisor. “¿Señor?”. “No le he oído llamar a la puerta”. “Bueno, señor, puede que estuviera dormido”. Hago como que no le he oído. "¿Podría decirme qué día es hoy?”. “Exactamente 3 de junio de 1924”, me contesta con cierta sorna. “Y llegaremos a la estación de Hlavni Nadrazi en seis horas”. “Gracias”. Considero la posibilidad del sueño y que falten seis horas para despertar. Pero si estoy aquí es para disfrutar del viaje. Vale, bien, ¿y qué hago? La noche me devuelve mi rostro. Y no puedo quedarme dormido en mi propio sueño. Libros, para qué os quiero, mantenedme despierto y consciente de este viaje. Y hojeo el dietario de los últimos años de Márai sin convencimiento. Las palabras se tropiezan con la imagen -o imaginación- de las piernas de una actriz que no identifico muy bien. Quizá Doris Day.
El tren está quieto. ¿1924? Unas bombillas oscilan nerviosas ahí fuera, donde el temor habita. Ruidos de puertas, voces y la soledad de un silbato. Retomamos la marcha. ¿1924? “¡Señor, señor!”. El revisor de nuevo. “¿Sí?”. “Con permiso señor, ¿sería usted tan amable de dejar que se instalara aquí con usted una persona hasta llegar a Praga?”. “Desde luego, desde luego”. Y me levanto pensando que cualquier cosa es mejor que seguir en la somnolienta apatía de aquel compartimiento. Para mi sorpresa una vieja maleta de cartón avanza por delante de una mujer triste. Esboza un no muy convincente amago de sonrisa, supongo que por falta de práctica. Cojo su maleta y la guardo. “Gracias señor, es usted muy amable”. Y toma asiento en un largo suspiro.
“Me llamo Marina Tsvetáieva”. Y me lo dice tendiéndome su mano. Se la estrecho con la boca abierta. No puede ser. Esto es imposible. “Encantado, yo soy Ernesto Urreta, español, aunque si tengo que serle del todo sincero no sé muy bien qué hago aquí, llegando a Praga, que es como decir a la Luna”. “Puede que sólo sea un sueño”, matiza. Sus ojos sonrien un poco, maliciosos. “Es una posibilidad que no dejo de tener en cuenta cada día”, le respondo. Una carcajada llena el habitáculo. Una risa amplia, pura, inesperada, niña. “Perdóneme, no es muy frecuente que en mi vida haya algo que me haga reír”. “Pues me alegro de ser una de las causas”. ¿1924? Le pregunto lo que ya sé: “¿Usted es rusa no es cierto?”. “Así es, una rusa exiliada, pues el exilio es la patria más común del pueblo ruso”. A duras penas contiene una emoción profunda. Vuelve su rostro hacia el amanecer, mientras su mano derecha dibuja en el vaho del cristal una diminuta cruz.
¡Cristo y Dios, quiero un milagro, / ahora, al comenzar el día!. Y proseguimos juntos con los siguientes versos: Déjame morir mientras la vida / es como un libro para mí. Ahora sí, ahora Marina Tsvetáieva llora. La miro en silencio y tomo sus manos entre las mías. Al fin me dice: “Tú no eres Ernesto Urreta, ¿quién eres?”. Pasa lo que me parece una eternidad hasta que le respondo. “Marina, quizá soy un sueño dentro de otro sueño”. Esta vez no se ríe. “Pues entonces no quiero que despiertes”.