Un amigo me ha escrito un correo con una única cuestión. Quiere saber el libro o los libros que estoy leyendo estos días. “Tengo esa gran curiosidad”, dice. Resulta sosprendente. Quiero decir que me parece que todos los que somos lectores en ebullición, tenemos ese tipo de curiosidades. Pues eso, saber los libros que está leyendo alguien, saber sus preferencias, poder ver su biblioteca… Ese tipo de cosas que a cualquier otra persona le puede resultar absurda, pero para los que leemos es algo innato, natural. Entrar en casa de
Mengano y hacer oídos sordos al protocolo social, para de inmediato ir hacia la biblioteca y, con un ligero ángulo de cabeza, ir recorriendo con mirada sagaz los diferentes estantes. Y de cuando en cuando sacar un libro con exquisito tacto y pensar que ese libro… Mejor no lo digo. Pero sí, es palpable esa curiosidad que nos atrae como un imán. Por eso no me extraña que
Fulano haga lo propio en mi casa, o que
Zutano quiera saber los libros que llevo en la cartera -¡ay, esta columna!- o los que se encuentran sobre mi escritorio.
Como señaladores de páginas utilizo postales, entradas de cine, fotografías, piadosas estampas, cartas de amigos, invitaciones varias, sobres de facturas, poemas o hasta alguna hoja de magnolio. Pero tengo una peculiaridad: pese a que mi memoria anda tullida y mi despiste vital es considerable, recuerdo la página exacta donde queda suspendida mi lectura. Y considerando que leo seis o siete libros a la vez, la hazaña no está mal (cada uno presume de lo que puede). Y me gusta guardar entre las páginas de los libros que leo aquello que de pronto siento que querría recordar dentro de unos años, o lo que me gustaría que cualquiera de mis hijos encontrara allí durante su futura lectura. “Mira esta nota, es de papá”. “¿Qué pone?”. “Dice: ‘Esta novela es entretenida, doy fe, pero pienso para qué narices la estoy leyendo, cuando debería hacer las paces con
Ana y salir de tiendas. Ella hará acopio de zapatos y camisas (buenas ofertas), y yo me dedicaré a observar sus gestos, por mínimos que sean. Puede que me cueste, pero la felicidad requiere esfuerzo. Y para que conste lo escribo aquí, y lo firmo’”.
Los libros deben tener señales de vida. De nuestra vida. Deberían ser como un archivo en donde estuvieran cifrados los avatares de esos días (y noches) en los que nos han acompañado. Hace unos meses encontré por casa un libro que no recuerdo. Ah, sí, era una edición de
Los Baroja, de
Julio Caro Baroja (Taurus), posiblemente el libro que más veces he leído. Tanto, que hace años tuve que encuadernarlo. Está decorado con dibujos de mis hijos, y también con otros míos. Puristas habrá que piensen que esto es una falta de decoro o respeto. Yo no lo creo. Al contrario. Me quedé embobado en los trazos ingenuos de sus pinturas niñas, y en las fechas. Pensaba en
Jaime cuando tenía seis años… No leí nada, y olvidé el asunto que me llevaba hacia esa determinada estantería. E imaginaba no la nostalgia, no, imaginaba aquello que fundamenta la alegría y el sentido de mi vida. Seamos sinceros: por más libros primorosos que tengamos y leamos, por más distinciones y títulos, por más coches, por más casas y jardines o millones en el banco, si carecemos del amor de los nuestros de nada nos valdría. Absolutamente de nada. ¡Qué fracaso tan enorme sería!
Pero bueno, amigo, vamos a satisfacer esa curiosidad tuya. El libro con el que más tiempo llevo trajinando es con el último de poesía que ha publicado
Antonio Colinas:
Desiertos de la luz (Tusquets). Desiertos. No es un lugar, es un estado del alma. Aridez y espejismos. Instantes donde el consuelo humano quiebra. Y por esa grieta o fisura, por el misterio de ese dolor que no entendemos, aflora una claridad deslumbrante. “Finitud infinita”, trascendencia reflejada en el agua o en la música. Tierra santa. Versos que respiran nuestras vidas. Contemplación y adentramiento. El no amor es el no saber. Ante la desacralización y la impiedad, ante el odio y la injusticia, el poeta levanta sus palabras. Busca sembrar la armonía, busca a Dios en el silencio. Tradición órfica, mística y romántica. Vida y luz. Luz de vida. Sobriedad expresiva, existencialismo espiritual. Gran poesía. Constante reflexión e interiorización de la realidad.
Antonio Colinas.
Desiertos de la luz. Plenitud de la palabra. Y del silencio. ¡Qué gran poeta!
Este verano pienso releer tres obras cumbre de
Dostoievski.
Memorias del subsuelo,
Crimen y castigo, y
Los hermanos Karamazov. ¿La razón? Porque quiero curarme de literatura pedestre e ir al fondo del alma. Y para ello he escogido la edición que de las tres tiene publicadas Cátedra. Son más cómodas para ir de aquí para allá. Y he comenzado con
Memorias del subsuelo, en la traducción de
Bela Martinova. Y también estoy leyendo las
Cinco grandes odas, de
Paul Claudel (Siglo XXI), traducidas por
Miguel Ángel Flores.
Claudel, ese tipo que con 18 años y a falta de otra cosa en la que entretenerse puso rumbo a la catedral de Notre-Dame. Navidad de 1886. De pronto el coro entona el
Magnificat. Desde ese momento todo fue distinto en su vida, y por lo tanto en su obra. “En ese instante mi corazón fue tocado y creí. Es verdad. Dios existe, está allí. Es un ser tan personal como yo. Él me ama y me convoca”. Las
Cinco grandes odas son un texto mayor de la literatura universal. Equiparables a los
Cuatro cuartetos de
Eliot, a las
Hojas de hierba de
Whitman o a las
Elegías del Duino de
Rilke. Su obra poética, dramática y ensayística es un constante diálogo con Dios. Con vehemente pasión. Impresionante. Desde aquí sugiero a los más inteligentes editores que se atrevan a reeditar y a traducir la obra de
Paul Claudel. Nos lo estamos perdiendo. Es urgente.
Tengo que terminar, esto se alarga demasiado. Pero antes decir que estoy rematando una novela curiosa.
Soldado de Sidón, de
Gene Wolfe (La Factoría de Ideas). ¿Fantasía? Desde luego. Pero algo más. Un soldado romano llamado Lucius perdido en el Egipto más profundo. Un soldado hábil con su espada
Falcata, un soldado que cada mañana no recuerda nada del pasado. Para ello tiene que leer lo que ha escrito el día anterior. Nada que no esté escrito es recordado. La primera parte de la novela es más mortecina, cuesta entrar en el imaginario mágico de este autor y de esta aventura que nos lleva por el Nilo hacia el Sur de Egipto y más allá de la Tierra roja. Pero no he dejado de leerla (no es mala señal). Otro libro que estoy leyendo (y contemplando) trata sobre la pintura expresionista. Ese mundo de color y formas donde el artista intenta expresar no tanto la realidad de su entorno como el sentimiento que le conmociona. Ese impacto de colores y alma, esa angustia de una sociedad que le asfixia.
Expresionistas (Electa) es un librito donde uno recrea algo más que la vista. Las cosas se distorsionan, moldeadas por el dolor y la soledad del hombre moderno. La clave ya estaba en
Goya.

Y voy por la mitad de
Amor en las ruinas, de
Walter Percy (Ciudadela). Un autor del que desconocía todo y del que ahora me interesa todo. ¿Qué cómo hago para leer tanto a la vez? Costumbres. Siempre un libro va conmigo, y no pierdo ni un minuto en la televisión o en conversaciones ambiguas. Salvando eurocopas, nadales y alguna peli con mis hijos.
PD. Se me olvidaba. Acabo de comenzar a leer la última novela del narrador español que más me ha interesado después de
Enrique Vila-Matas. Me refiero a
Pablo d’Ors. Su
Lecciones de ilusión (Anagrama) promete. La rasmia, inteligencia y sensibilidad de su prosa es omnívora. Lean, lean
El estupor y la maravilla (Pre-textos), su anterior novela. Me tengo que poner al día con la obra de este tipo.