
Corrían las más escabrosas leyendas sobre sus difuntos padres, o sobre la muerte de su hermano mayor Willy. Y los niños susurraban en sus juegos la pérfida mirada de Budy y los fantasmales secretos que ocultaba su misterioso silencio. La imaginación horadaba túneles en su inhóspito jardín, y sucumbía a las más inverosímiles historias sobre un tipo que no se metía con nadie y sobre el que nadie sabía nada fuera del cotilleo.
Todo era producto del aburrimiento. Porque en Seneca la vida era tremendamente aburrida, desahuciada de cualquier síntoma de algo que no estuviera asimilado en el regazo de la decadente rutina de sus comadres. Budy resultaba extraño porque nadie le conocía. Budy resultaba extraño porque no tenía amigos, no iba a la iglesia, no frecuentaba las tabernas y billares, y no se relacionaba con chicas. Y de cuando en cuando salía de viaje por unos días… y volvía sonriendo.
En la peluquería, en el video-club o en las gasolineras diseccionaban esa sonrisa en seguida. No había duda: se iba de putas. Porque eso de sonreír no estaba del todo bien visto en Seneca. Era una falta de pudor indigno de un ciudadano serio. Cuando llegaban a oídos de Budy esos comentarios -en un pueblo se oye todo- estallaba en una carcajada tal que provocaba que hasta los gatos cambiaran de acera.
Pero nadie se molestaba en indagar la verdad. Como mucho, el alcalde se limitaba a un conciso: “Chaval, espero que no me crees problemas”. Y Budy no los creaba. Porque Budy era un ser solitario por vocación. Su padre murió de un derrame cerebral repentino. En Boston, cuando estaba intentando vender una enciclopedia a una señora. Y su madre murió poco después de pura pena. Pero las habladurías… En fin. Y a su hermano Willy no se le ocurrió otra cosa que morirse en los brazos de una francesa que había conocido en algún tugurio de Nueva York. Lo cual era una muerte dulce.
Una muerte dulce, una muerte dulce. ¡Menudo gilipollas estaba hecho su hermanito! Aunque tantas muertes le habían dejado varios interesantes legados: la casa, más dinero de lo que él pensaba (en bancos distintos) y sobre todo una soledad envidiable. Porque toda la intriga de Budy se resumía en que era un lector empedernido. En su casa no cabía un libro más. Y ese era el motivo oculto de sus viajes: comprar cientos de libros (y comida). Hacerse con buenas ediciones de títulos que apreciaba cada vez con más devoción.
Pasaron los años. La soledad comenzaba a pesar en su cultivado

Budy alquiló un piso en Santa Bárbara, California. Y allí escribió un solo libro, que le llevó unos 30 años de trabajo. Lo tituló: No me beses en la frente. La conmoción fue completa. Un desconocido, con tan sólo 250 páginas de soledad y genio había logrado una novela que a nadie dejaba indiferente. Tras la publicación se fue a vivir a Zapopan, en Jalisco, Méjico. Nadie lo supo. Y desde entonces no volvió a escribir nada más. Budy sólo leía y estudiaba el silencio… Hasta que murió a la sombra de un fresno. De puro viejo. Con los poemas de Garcilaso en la mano.