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Reflexiones, poemas, escorzos de vida, fe de lecturas, noticias de amigos... No pretende ser un desahogo, más bien un diálogo. Un demorarme en el resplandor de nuestra existencia. Y en su literatura.


martes 31 de julio de 2007

Ingmar Bergman

Ayer murió el director de cine sueco Ingmar Bergman. Un gran director y un gran escritor. Sería muy difícil decir algo original sobre su personalidad proyectada en su obra. No lo pretendo. Pero me gustaría señalar aquí la lucha espiritual que atraviesa toda su filmografía. Es lo que más me impactó cuando vi Sonata de otoño (1978), El séptimo sello (1956) o Fresas salvajes (1957). Y creo que esa inquietud es la que predomina en él, es la que dota de tensión narrativa y dramática a su mejor obra.

Sus guiones son un a modo de peculiar diario donde Bergman va señalando sus dudas de fe, su angustia vital. Pero también su alegría provisional. Hubo momentos en los que creyó que su esfuerzo estético era como una redención personal, como una superación de la muerte, como un avance de la eternidad. Fue consciente de que el arte que llevaba entre manos era su forma de dialogar con Dios. De manifestarle su ocasional amor o su absoluto rechazo.

Siempre he creído que Bergman es un autor al que movía sobre todo la esperanza de alcanzar a Dios. Y para ello utilizaba todos los resortes de su genio y de su alma. Su pensamiento tiene una fuerte carga mística, una interpretación religiosa de los símbolos, del tiempo, de la vida. En ella se abisma cuando siente que el hombre no puede prescindir del sufrimiento. Que el amor es un constante dolor. Su filmografía es la expresión de esa opresión que de una u otra forma todos llevamos dentro.

No es fácil su cine como no es fácil nuestra vida. Su cadencia visual nos ofrece un anhelo de plenitud que nada logra satisfacer. El tiempo se desvanece entre trivialidades, el hombre es un ser desquiciado por la máscara de la mentira y por el pecado. ¿Qué hacer para sobrevivir a la muerte, para alcanzar un ápice de felicidad? Bergman escribía su agobio, desnudaba su pensamiento con radical sinceridad. El lugar común es decir que su obra es fría, hermética y demasiado intelectual. Yo creo lo contrario. Porque su alma se desgrana en cada diálogo, en una larga confidencia a la que hay que prestar la debida atención.

Charles Moeller en su obra Literatura del siglo XX y cristianismo (editorial Gredos) estudió todo esto de forma magistral. Incluyó a Bergman en el VI volumen de su obra, titulado “Exilio y regreso”. Si alguien quiere saber por qué el director de El manantial de la doncella (1959) es un tipo al que es preciso tener en cuenta, yo le aconsejo leer estas páginas de Moeller.

Regalos de cada día


Nos fijamos más en lo negativo, en el desaire de la vileza. Apenas creemos que ocurran sucesos buenos a lo largo de nuestros días. Pero suceden. Si nos mantenemos atentos seremos testigos de ello. Cada minuto es capaz de abarcar algo extraordinario, algo que nos conmueva y dé un sentido distinto a una vida cuyo devaneo nos atropella.

Ocurren cosas inesperadas, o las mismas cosas con otro detenimiento. Te despiertas por la mañana, sientes no sin cierta sorpresa el pulso del alma. Ahí está: tu vida. El murmullo de las sábanas te acerca un beso. Rezas y lees en silencio. Vas a trabajar y allí estás con gente que te quiere. Un amigo te invita a comer y te regala su cariño, además de la primera edición en español de Santuario, de William Faulkner.

Piensas que eres un ser privilegiado. Que te hacen especial cada una de las personas que te rodean. Tu hija dice: - “Papá, eres escritor”. Álex Rosal te da las gracias por unas líneas sobre el libro Hipótesis sobre María, de Messori. Y Juan A. te insiste una y otra vez en lo necesitados que estamos de alcanzar la verdadera sabiduría, esa que mana del amor de Dios. Él ya no espera otra cosa.

Avanza la tarde. Mercedes te agradece una insignificancia. El calor incide en el asfalto. Ves con los tuyos un video sobre las apariciones marianas del siglo XX. Alguien comenta: - “No lo estamos viendo por casualidad”. Y tiene razón. Porque la casualidad no existe. Sobrecoge la ternura de la Virgen y su mensaje de conversión. La presencia de lo sobrenatural como algo familiar y cotidiano.

Y culmina tu día comulgando a Dios en la Eucaristía y leyendo poemas sueltos de Piedra y cielo, de Juan Ramón Jiménez. – “¿Nada sucede; o es que ha sucedido todo, / y estamos ya, tranquilos, en lo nuevo?”-.

lunes 30 de julio de 2007

"Una mirada ciega ante la luz", de Gustave Thibon

Hay autores que pasan más desapercibidos entre el barullo de novedades, novelería y mercadotecnia. Apenas unos pocos nos fijamos en ellos y leemos sus libros. Y ya no digamos si esos escritores son católicos, vivos o muertos, personas que han profundizado en su fe con su pensamiento y con una grandeza literaria poco común. De cuando en cuando algunas valientes editoriales se atreven a rescatar sus libros. O un conjunto de circunstancias hacen que durante un tiempo tal escritor goce del favor de los lectores. Es el caso del grandioso Chesterton, por ejemplo, hoy muy reivindicado por determinados autores y gracias a Dios reeditado con pulcritud y acierto, pero del cual hasta hace muy poco era complicado hallar muchas de sus obras.

Las corrientes submarinas que mueven el entramado literario son impredecibles. Son sumamente caprichosas y aleatorias. Llenas de inhóspitos intereses en el que la excelencia literaria no siempre es lo que prima. Pero todo esto es algo que ya sabemos. Por eso llama más la atención cuando una editorial como Encuentro nos vuelve a ofrecer la posibilidad de acceder a escritores como Singrid Undset, Paul Claudel, John Henry Newman, Bernanos o Flannery O’Connor. O cuando Belacqua edita a Romano Guardini, Jean Guitton, André Frossard o Gustave Thibon.

Sentí una gran alegría cuando supe en 2005 de la reedición de Una mirada ciega hacia la luz, de Gustave Thibon (Belecqua). Ya antes habían editado El equilibrio y la armonía, un libro delicioso donde los haya. Todo un prontuario de reflexiones y experiencias de vida interior. El primero de los títulos no es nuevo para mí, lleva a mi lado desde 1977 más o menos. En edición de Rialp, en su colección Patmos. Aunque el título varía un poco: Nuestra mirada ciega ante la luz.

Son muy pocos los libros a los que uno se mantiene fiel. A ellos acudimos una y otra vez en busca de consuelo, orientación y asidero. Y yo sigo encontrando en este libro todo eso y mucho más. Porque me invita constantemente a contemplar la intensidad de lo creado en su invisible potestad. El lector encuentra aquí un constante acicate para descubrir a Dios dentro de nosotros mismos y a nuestro alrededor. Y aquí tenemos la condensación más profunda del alma del autor, a la que inevitablemente se acerca la nuestra por la agudeza de sus críticas, por la precisión de su palabra y de su ciencia, y por la fuerza de la verdad. Son fragmentos que nos descubren la entraña más espiritual del hombre, esa inquietud que nos persigue de por vida y que no calma cualquier palabrería.

Gustave Thibon (1903-2001) es un filósofo que escribe bien. Un filósofo al que se le entiende. Siempre se distinguió por una búsqueda de la sencillez. En su estilo y en lo metafísico. Y eso afecta a la calidad narrativa de sus escritos. No en vano la Academia francesa ya le distinguió en 1964 con su Gran Premio de Literatura. Y en 2000 con el Gran Premio de Filosofía. Siempre se revolvió contra el reduccionismo intelectual y el olvido espiritual del mundo moderno. Maritain estuvo en el origen de su conversión al catolicismo. Y más tarde fue decisiva la influencia de Gabriel Marcel. Y desde muy pronto le subyugó la cultura española, en autores como Federico García Lorca, Miguel de Unamuno o San Juan de la Cruz.

Su obra no se conoce todo lo que debiera. La lectura de Una mirada ciega ante la luz puede ser un buen comienzo para adentrarse en el pensamiento de uno de los autores más interesantes que yo haya leído nunca. Un ejemplo: “Redimere tempus.- La máxima nobleza del hombre y el único camino de salvación radican en este rescate del tiempo por la belleza, la oración y el amor. Sin esto, nuestros deseos, nuestras pasiones y todos nuestros actos se reducen a pura vanidad, son remolinos del tiempo que el tiempo se lleva. Todo lo que no es encuentro con la eternidad es tiempo perdido".

No me digan que no resulta subyugante semejante desafío.

domingo 29 de julio de 2007

Postal a una mujer casada

Querida:

Lloras. Y me dejas mudo. Siento en mí tu sufrimiento, tu soledad tantas veces. No sé muy bien qué decirte. Lloras y se me desmoronan las palabras en una densa congoja. Te conocí de pequeña, y sigo viéndote así, como una niña que sonríe, en la que aflora siempre un alma limpia. Has crecido hacia adentro. Tus ojos son la altura desde la que amas. Porque eres una mujer muy enamorada. Tu corazón te precede. Por eso eres como eres. Por eso te indignan tantas cosas, por eso callas muchas otras, por eso lloras.

Es cierto que el matrimonio tiene momentos muy duros. Pero no te dejes impresionar ni te sientas vencida, como si ya no supieras qué hacer y una sombra oscureciera la esperanza. Haz lo que sabes: ama y reza. Ama y reza hasta que te salga sangre del alma. Que no te tiente la desolación o la amargura. Siempre habrá agoreros a tu alrededor. Pero tú fíjate en la mirada de Dios que te mira desde los ojos de tu marido. Fíjate bien. Él también sufre. Quizá esté sufriendo desde hace mucho tiempo. Y te quiere. Con esa forma de ser que tantas veces te enerva, él te quiere.

Los hombres hacemos todo más difícil de lo que es. Y en el matrimonio se sigue esa pauta. Ya sé que el agotamiento nos puede, que un prolongado silencio nos llena el corazón de dudas, que nos echamos en cara demasiadas cosas. Y que cada palabra puede convertirse en un latigazo. Pero cierra los ojos y piensa que en el amor humano no estamos solos. Dios está a vuestro lado. Los hijos son un signo evidente de esto que te escribo.

No llores más. Abraza a tu marido y dile: -“No entiendo nada, no puedo más y ni siquiera sé qué decirte, pero quiero seguir a tu lado para siempre. Ámame como soy y perdona mis errores, como yo perdono de corazón los tuyos”. Eso es amor, y el amor lo comprende todo, lo disculpa todo, lo puede todo. Piensa sólo en él, en ese hombre que necesita de tus caricias y detalles, aunque te encuentres a veces su respuesta muda o una mala cara. Cada caricia es una catequesis. Cada beso el secreto donde germina vuestra vida interior, y con ella vuestra alegría.

Por favor no llores más. Ahora comienzas. Hoy. Confía. Afina la fidelidad. Tu fuerza está en el amor, tu paciencia está en el amor, tu esperanza está en el amor. Y el amor tiene para ti un nombre muy concreto. Métete dentro del alma de tu marido, siente vuestra unión. Sois uno. Procura no dramatizar en exceso los problemas o tus miedos. Haz de ellos materia de tu oración, de tu abandono en Dios. Así descubrirás el milagro del matrimonio cristiano, la ternura infinita que se encuentra después del perdón.

No soy quién para dar consejos a nadie. Pero de pronto he escrito estas líneas. Porque os quiero a los dos. Aquí las dejo. Besos.

sábado 28 de julio de 2007

El don de escribir


Sigo releyendo por la noche, aquí y allá, los Diarios de Bloy. Ayer me dejó pensativo lo siguiente, que suscribo y con lo que me identifico:
"Pues bien, si el don de escribir me ha sido concedido, ¿no es plausible conjeturar que tengo sobre todo la misión de obrar sobre las almas? Tal misión es seguramente harto extraña al espíritu del mundo (...)".

miércoles 25 de julio de 2007

Aniversario de boda

Pues sí, un día como hoy de hace 16 años me casé. Y no me arrepiento. Lo volvería a hacer. Sudé muchísimo. Dicen que hacía calor, pero la verdad es que yo estaba muy nervioso. Y lo estaba precisamente porque era muy consciente del compromiso que estaba adquiriendo. Ana, te quiero. Pero más. Mejor. Las dificultades han hecho que mi amor madure, que sienta tu presencia como parte de mí. Han pasado los años y tu mirada sigue ahí, en el centro de mi alma. Ha llegado un punto en el que el tiempo ya nos da igual. Somos un solo cuerpo que vive en la eternidad. Cada detalle es un infinito. Cada beso la renovación de una felicidad que nos quiere así: unidos.

Son muchos los recuerdos… El primer día que te vi es el principal. Allí estabas, de espaldas, vestida con un abrigo negro. Y lo supe. Supe que eras tú. Y cuando por fin vi tu cara supe quién era yo. Porque yo había nacido para ti, y allí estabas, delante de mí, espléndida en tu figura. No me canso de mirarte. De hecho a veces pienso que no nos hemos movido de aquel lugar. Mentiría si dijera que sigues igual, porque estás mucho mejor. Y eres más perfecta. Miro tu cuerpo rotundo. Tus piernas, tu cintura, tu espalda, tu cuello, tus ojos, tu pelo. En su caricia me adentro en tu alma, en ese encaje de sentimientos y certezas con el que tejes tu ternura.

Nada me aparta de ti. Ni el dolor, ni los enfados, ni el silencio, ni el cansancio. Nada. Tu mirada sigue siendo mi referencia. En todo lo que hago. Esa mirada donde se remansa la luz que enhebra tu cariño. Estoy contigo. Te miro para situarme en el atlas, para no perderme en la bruma de mi mismo. Es un amor que me levanta el alma en vilo, que escribe los poemas por mí, que traduce mi cuerpo al asombro de tu entrega. Y ando siempre a la espera. Espero continuamente el tacto de tus manos -esos dedos alargados, hechos para amar-, espero tu voz que me acerca al secreto de todos los diccionarios.

Hoy no es un día más. Hoy no es miércoles. La semana no tiene días que abarquen tu destino. Hoy es Ana, exclusivamente. Ana todo el día, cada segundo de dicha. Tu nombre nombra la mañana, nombra la sombra de los árboles, nombra el aire, nombra los ojos de los puentes. Cada flor es Ana, cada palabra que leo dice Ana, y cada color se desnuda para ti, Ana.

Decir te quiero parece hoy una costumbre, algo insustancial. Pero cuando yo digo “te quiero” inauguro un universo nuevo, recién estrenado. Ana, te quiero. ¿Escuchas el sonido del mar en su eco? Presta atención. Y si cierras los ojos verás su superficie azul que se difumina en el verde para precipitarse en la espuma de las olas que nos acaricia el corazón. Observa el resplandor del amor que trasciende cada cosa que haces. Y abandónate a él. Te veía ayer cosiendo el vestido de Belén, esa niña amiga. Cada puntada era amor, y el hilo era el mismo Dios. ¿No te das cuenta de cuándo obras esos pequeños milagros? Yo sí me doy cuenta, porque estoy dentro de ti y me asomo a tu mirada inquieta.

Eres la inminencia del cielo. En realidad sirves sólo para amar. Por eso sientes de cuando en cuando esa sensación de aparente impotencia. No sabes hacer otra cosa, aunque quieras. Amar es el prodigio con el que me miras, me inspiras, me tocas. Y fundas la alegría en mi vida. ¿Que exagero? No, no lo hago. Basta conocerte Ana eterna. Mi Ana.

Es julio. E insisto en volver a pronunciar el sí mientras me abanicas con otro sí el alma.

martes 24 de julio de 2007

Sobre "el día del orgullo cristiano". De nuevo

Parece que el artículo que escribí hace unos días en este blog ha tenido su repercusión. Mi propósito era doble. Por una parte poner negro sobre blanco el orgullo de todos los cristianos a sentirnos como tal. Los 365 días del año y las 24 horas de cada día. Por otra, lanzar la idea de una jornada específica -universal para más señas- donde el cristiano que le diera la gana manifestara en calles, plazas y avenidas su bendito “complejo de superioridad”. Sin disimulos ni vergüenzas. Públicamente, al aire libre. Si se han fijado ustedes con atención la repercusión mediática que tiene lo católico toma siempre un cariz negativo y morboso.

Ya sé que en el cristianismo hay mil días de los que enorgullecerse. Ya sé que la santidad es cosa de todos y cada uno de los días. Ya sé que la intimidad de Dios es poco amiga de espectáculos y sainetes. Sí, todo esto ya lo sé. Y que los católicos celebramos la Navidad, el Corpus, la Inmaculada Concepción de María, la Epifanía, la Ascensión del Señor, Su Resurrección, etcétera, etcétera. Y cada día con el recuerdo y devoción hacia los incontables mártires y santos que nos han precedido.

Maravilla de maravillas. Pero los cristianos -y para más señas los católicos- debemos afinar nuestro ingenio además de nuestra oración. Cristo no nos dijo que estuviéramos mano sobre mano viendo el discurrir de unos acontecimientos que intentan por todos los medios destruir los valores sobre los que se sustenta nuestra fe. No querer verlo es uno de los mayores peligros. Quitarle importancia es, de hecho, colaborar con los enemigos de la Iglesia. Que los tiene. E importantes.

¿A qué fin un día del orgullo cristiano? Por coherencia ante la insaciable campaña laicista, por ejemplo. Debemos luchar por nuestra fe desde multitud de frentes, por encima de partidos y partidas. Y el frente público no es el menos importante. Debemos ver y hacer ver. Y en esto el elemento fundamental somos los laicos católicos. Porque no somos tontos y nos damos cuenta que la civilización occidental está en un brete muy importante, decisivo para el futuro. La decadencia moral es evidente. Y de nosotros depende en gran parte esa recristianización que reclama la Iglesia. No sólo es cosa de Papas, obispos y curas.

Para ello hay que luchar con todas las armas lícitas que estén a nuestro alcance. Y la mediática no es la menor. ¿Un día del orgullo cristiano? Busquen la denominación que ustedes quieran, pero debemos actuar con inteligencia. Con premura y de reto en reto. Con ascética y astucia. Las disquisiciones endogámicas están bien, sin embargo recordemos el episodio evangélico de las vírgenes necias.

Debemos demostrar los católicos que no se nos ha comido el alma el gato. Y tampoco la lengua. Que estamos en todos los sitios, que contribuimos al bien de la sociedad con hijos, impuestos y un trabajo bien hecho, entre otros menesteres. Hay que despertar, manifestar nuestro orgullo de hijos de Dios a todas horas, pero también en un hipotético día universal de los cristianos. ¿Por qué no? Recordar por ejemplo que la solidaridad es de raíz cristiana, y que nada vale sin la caridad.

Hoy mismo salen en portada de los periódicos las declaraciones del cardenal arzobispo de Toledo diciendo que «el laicismo tampoco puede estar por encima de la ley».

Que cada uno haga lo que quiera, pero yo reivindico un día del orgullo cristiano, como toma de conciencia y como expresión pública de nuestra fe. Lo sobrenatural también puede tener su marketing. Con gracia y sentido común.

lunes 23 de julio de 2007

De vuelta

Volver de nuevo a tu ciudad, a la realidad de la agenda en la que escribes el santo y seña de cada día y las evoluciones de sus horas. Por medio algunas citas de lecturas, posibles versos, palabras en donte intentas encontrar una guía, algo que te ofrezca un mínimo de seguridad. Es duro volver cuando observas el don de lo sobrenatural en la cadencia de cada chopo, en el viento que toma conciencia de tu presencia. Desde la terraza ves el paisaje del tiempo, ves tu niñez jugando entre los troncos. Te tumbas entre las densas nubes de la tormenta, perpendicular a la luz y a los sauces que lloran tu partida. Ya te vas, y las toallas se quedarán tendidas y las ventanas del alma abiertas de par en par.

domingo 22 de julio de 2007

Juan

Mi hijo Juan, de 9 años, me dijo anoche:

- "Papá, verte leer me relaja".

Y en ese momento sentí que sólo por eso los libros ya merecen la pena.

sábado 21 de julio de 2007

Para vivir en plenitud

Les voy a recomendar hoy el sistema más perfecto que yo conozco para vivir en plenitud. Ese sistema no es otro que el perdón. Como lo oyen. Mejor dicho, como lo leen. Que sí, que es verdad, no me miren con esos ojos incrédulos. Pedir perdón es el mejor relajante. Ríanse ustedes de calidades de vida. A otro perro con ese hueso. Saber pedir perdón -ya me permitirán la expresión- es el mayor afrodisíaco del alma. Requiere sinceridad y humildad, dos virtudes que ya de por si son el fundamento de toda felicidad duradera.

Cuando uno perdona el corazón vuelve a sonreír, pero si es uno el que pide perdón… ¡Ay entonces! La satisfacción es tal que sentimos el verdadero orgullo de ser hombres. Nos vemos completos. No hay sexo que lo iguale ni dinero que lo pague. Es un gozo verdaderamente divino. Porque hemos comprendido la esencia del amor, el secreto de toda fidelidad. Me atrevo a decir que es entonces cuando nuestra vida adquiere su envergadura más real. Justo cuando se humilla.

Para muchos es algo inconcebible. “¿Pedir perdón yo?” “¿Yo?”. Y eso “yo” se hincha de gestos grandilocuentes, terco en su estúpida soberbia. Prefiere la ruptura al abrazo, la tristeza al beso. Sí, la tristeza. Una tristeza que no por ignorada deja de existir. Una tristeza parásita que nos pone de mal humor y que escupirá su bilis sobre el primero que pille. Todo menos reconocer el propio error.

Prueben por favor. Prueben a pedir perdón. Aunque cueste. Cuanto más cuesta mayor es la recompensa: esa alegría que fundamenta todo lo demás. Pedir perdón a Dios, a nuestra mujer, a un amigo… Es entonces cuando el tiempo se multiplica por la eternidad. Cuando cualquier contradicción ya no importa. Porque sentimos el vigor del amor y una emoción intensa que nos hace comprender que nuestra razón de ser está en la felicidad de los demás.

Nos engañan con cabriolas verbales y estímulos exclusivamente materiales. ¿Eso es la calidad de vida? ¿Eso es todo lo que el mundo puede ofrecer a las almas? ¡Qué insensatez! Amar, amar, amar. Esa es la verdad. No se conformen con sucedáneos que narcotizan la esperanza. Experimenten sensaciones fuertes. Amen hasta el final. Aunque algunos no lo crean el amor es para siempre. Pedir perdón nos hace omnipotentes. Y no quito ni una palabra.

miércoles 18 de julio de 2007

El semanario ALBA

Cuando la prensa de papel parece que está destinada a una crisis de proporciones considerables, uno parece que se encariña más con ella. Es toda una vida devorando periódicos. Reconozco que ahora los acaricio como si se tratase de una especie en extinción. Aunque no creo que la cosa sea tan radical. Sobrevivirán. El tacto es importante en la lectura. Gusta doblarlos, recortar esa página que nos interesa, mancharnos los dedos de tinta, escuchar el pasar de sus páginas o dibujar cuernos y diversos tatuajes al político más desastre. Ya no les digo con los suplementos culturales. En la red no me saben a nada, se vuelven insípidos. Y sin posibilidad de arrancar con rabia esa crítica literaria obtusa, redicha o cursi con la que no estamos de acuerdo y arrugarla con fuerza en el puño para lanzarla despectivamente a la papelera.

Pero después de decir esto reconozco que ahora apenas compro periódicos. Mea culpa! Mi quiosco de prensa está en internet. Ahí lo tengo todo. Cada mañana es un festín. Periódicos tradicionales y periódicos digitales están en mis “favoritos”. Pero la lectura es distinta, porque cuesta leer en la pantalla. Si quiero profundizar en algo o lo imprimo o salgo corriendo a comprar el periódico de turno. ¿Los que más leo? No es ningún secreto: http://www.elmundo.es/,http://www.elsemanaldigital.com/, http://www.larazon.es/,http://www.elmanifiesto.com/, http://www.catholic.net/. Entre otros. En media hora o poco más me pongo al día.

Porque otro asunto a considerar es que si uno quisiera leer los periódicos a fondo no haría casi otra cosa. Y sin casi. Es otra variante que me ha llevado a dejar de comprar periódicos y revistas. Desde luego que influye el hartazgo político, pero sobre todo la escasez de tiempo. Yo al menos tengo que leer un buen montón de libros, de ahí que la única opción sea la selección. Un rápido repaso a la actualidad por internet, comprar los periódicos cuando vengan con “los culturales” y hacerse mensualmente con la revista Chesterton. Y punto.

Vivimos en el imperio de la inmediatez y sobrecargados de información. Pero apenas se profundiza en las cosas. Nuestros días son un continuo spring, un aceleramiento que hace que no apreciemos ni la décima parte de lo que hacemos, ni de lo que sentimos o pensamos. La llamada “sociedad del bienestar” nos engatusa como a los niños. Con todas esas chucherías de última generación que están muy bien pero que nos impiden reflexionar como debiéramos, que nos cortocircuitan el alma y no dejan demorarse en lo fundamental.

Y en lo fundamental se demora, con un periodismo de alto fuste, el semanario ALBA. Cada viernes lo compro, sin faltar ninguno, siendo el único periódico que interesa de verdad en mi casa. Recuerdo que en sus comienzos parecía una aventura inconcebible en una sociedad aparentemente tan ajena a la perspectiva católica de la vida como es la nuestra. Mi mujer apostó por él (como en su día apostó por La Razón). Y por lo visto tiene buen ojo, porque los malos augurios no han podido con su calidad y buen hacer.

Yo no lo veo como un semanario pío o clerical. Pensar así es no haberlo leído nunca o no conocer a la gente que trabaja o escribe en ALBA. ¿Verdad Rafael Miner? ¿Verdad Gonzalo Altozano? Es un periódico hecho por laicos, muy jóvenes la mayoría. Un periódico optimista y de buena literatura, dirigido a todo el mundo que cree en el buen gusto y que apuesta por un humanismo cristiano sin cortapisas ni medias tintas. Es un periódico hecho por gente que no se chupa el dedo ante la actualidad. Y a la información y a la crítica se le une un claro propósito formativo.

Tengo amigos no creyentes que leen ALBA y tengo amigos de misa diaria que no les gusta. Otros no saben de su existencia y se quedan pasmados de su calidad y coherencia cuando lo conocen. En fin, que yo sólo quería dar cuenta aquí -entre tanto barullo o bulo informativo- de un periódico independiente a carta cabal. Independiente de la necedad, de la manipulación y del embuste. En la vanguardia de la verdad. Metido de lleno en la harina de la recristianización. Sin complejos.

martes 17 de julio de 2007

"Aquiles en el gineceo" y Javier Gomá

Hay encuentros y encuentros. Hay alegrías y alegrías. No es la menor de todas ellas la satisfacción intelectual que procura la lectura de determinado libro o la voz de determinado escritor. En ellos vas escuchando con nitidez lo que tú tal vez has pensado de lejos en alguna ocasión. Pero ahora lo tienes ante ti, diáfano, expuesto con una clarividencia tal que sume a tu yo lector en un continuo descubrimiento, en un constante acicate. El planteamiento intelectual al que voy a referirme en un momento es lo que es porque lo respalda -¿lo digo?- una evidencia moral y una perspicacia espiritual. Dos pilares que se sustentan en el constante estudio y en la disciplina de su rigor. Ah, y en la lectura de los clásicos. Sólo así es posible la reflexión como gimnasia del alma. En sus dos potencias: inteligencia y voluntad.

Desde luego es una alegría encontrar en la librería un libro que se titula Aquiles en el gineceo (Pre-textos), de Javier Gomá. Un vistazo por algunas de sus páginas te convence de su atractivo. Y caes en la cuenta de que en casa tienes otro libro suyo, Imitación y experiencia (también editado en Pre-textos), que logró nada menos que el Premio Nacional de Ensayo. Es verdad, lo tengo. Pero reconozco que no lo leí entero. Veo las primeras páginas subrayadas, pero nada más. Otros libros se interpondrían en su camino, y allí quedó, en el estante, a la espera de una nueva oportunidad. La cual acaba de llegar. Porque un libro es complemento del otro. Y a la espera de su tercer movimiento que parece se va a titular Ejemplaridad pública.

Javier Gomá (Bilbao, 1965) es un par de años más joven que yo. Un hombre brillante, que pese a sus libros y a ser nada menos que Director de la Fundación March, es relativamente poco conocido. Algo que en realidad no sé si importa poco o mucho, si es mejor o peor, o que simplemente carece del menor interés. Porque entre otras cosas andamos obsesionados por el reconocimiento público. Pendientes de nuestra imagen, y muy preocupados de lo que de nosotros piensen los demás. ¿Para qué? Cuando en la mayoría de los casos esa imagen no lleva nada detrás, está vacía de todo lo que no sea capricho, dinero o poder. Vacía del “ser”, de virtudes -esa repetición de hábitos buenos-, de afectos sinceros, de integridad o de ideales.

Nuestras vidas han dejado de ser auténticas. Al menos están en ese proceso de desintegración ética que da lugar a una más que evidente infelicidad. Nada es bastante, nada nos satisface del todo. Y eso provoca una inseguridad y un relativismo. El hombre ya no se conforma con luchar por ser el “héroe” de su casa y pone en un brete el amor de los que verdaderamente le quieren. El tedio le invade, no valora el gozo de las pequeñas cosas, y pone precio a su propia alma. ¿Que es una barbaridad? Sí, lo es, pero el miedo a la muerte causa estragos. Y la existencia se disipa entre veleidades sin cuento.

Cada uno de nosotros somos también Aquiles. Nuestra vida es un viaje y un paisaje. Durante el trayecto vamos descubriendo perspectivas inauditas de un “yo” que experimenta distintas transformaciones, que se abisma en un conocimiento de si mismo y de los demás, de las causas que nos hacen ser como somos, que nos individualizan. Pero también se abisma en un desconcierto en el que duda y sufre. El hombre toma conciencia de si mismo y de su identidad (¿la toma de verdad?). Es decir, de su misterio. Pero no es tan fácil de aceptar. Porque este viaje tiene un final -la muerte- y la felicidad es un estado del alma que trasciende lo que vemos y lo que sentimos.

Aquiles en el gineceo es un ensayo en el que uno también viaja. Y lo hace a lo largo y ancho del pensamiento. Su mensaje es inconformista. Todos podemos ser héroes, afrontar el drama que es la vida desde nuestra propia intimidad. En un desafío laboral y doméstico, en el campo de batalla cotidiano. En esas circunstancias donde cada gesto es ejemplo y destino. La rutina no es tal rutina. Es la épica de la normalidad. Donde el tiempo hace mella sólo en la edad. Incluso más allá de nuestra propia biografía.

Un excelente libro. Un regocijo intelectual de primer orden. Un escritor del que ya no se puede prescindir. Javier Gomá.

lunes 16 de julio de 2007

No me voy de Santander

Hay ciudades que son un lujo para el mundo… de los sentidos. Hay ciudades que son una constante meditación para el alma. Es algo que se respira y que inspira una constante contemplación. Una alegría que resiste la bruma de la monotonía estival. Santander es así. Eres feliz allí. Lo sé porque acabo de estar. Revestido de mar te entregas a su paisaje. Del todo. No te alcanza la visión lo suficiente. Querrías desentrañar toda la gama de verdes y azules. Tus ojos surcan las olas y van dejando a su paso una fosforescente estela de añoranza. No quisieras irte. No quisieras dejar de mirar. No quisieras dejar de pasear por la arena, mientras contemplas como se zambullen las almas. Y ves los cuerpos dibujados en la luz. Ves a las mujeres como parte indisoluble del mar, como indicio de una belleza que es fragancia absorbida por su piel. Ni siquiera lees. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene leer cuando el significado que te rodea derrama su infinito? Con los versos de Blas de Otero en el corazón pensativo del silencio. Amo lo que veo. Leo lo que miro. Huellas de palomas en la arena. El vuelo de las gaviotas. Restos de algas que se enredan en mi memoria. Ese brazo que brilla mientras su mano acaricia el cielo en un poderoso deseo. Y ese bosque de piernas femeninas que danzan en la cintura del horizonte. Formas que caminan hacia ti húmedas de dicha. Me quedaré aunque me vaya. Seguiré en esta playa. Sin tiempo para nada que no sea Santander.

La conversión al Amor

Buscamos la respuesta entre cábalas extrañas, en voces agoreras y vacías que nada bueno nos pueden ofrecer. ¡Qué paradójico resulta que sólo podamos arrebatar la gran dimensión de la eternidad a través de lo pequeño, de lo que para el mundo es lo más insignificante y quizá despreciable! Hoy se mira muy poco al Cielo. Hay un vértigo atroz a lo divino, al compromiso con Dios. Es por ello que el hombre no encuentra consuelo duradero, ni el corazón ternura, ni el alma ese anhelo que hace que vivamos inquietos, con mil miedos que atenazan nuestra felicidad.

Buscamos afanosamente la raíz de todo conocimiento, ávidos de pisar la cumbre los primeros, de alumbrar la mente y no el alma. Todo ello inmersos en la tibieza de los sentidos y despreciando por supuesto el sacrificio. ¡Conocer! El verdadero conocimiento es humilde y diáfano, no hay que buscarlo tanto en los libros -o en las variantes más insospechadas de la soberbia- como dentro de nosotros mismos. Conocer es amar. Amar es conocer. Fuera de este camino sentimos una insatisfacción que corre el peligro de hacerse crónica.

¡Qué pocos son los que se preocupan por su alma! Y a nuestro alrededor comprobamos que las miradas se apagan poco a poco, que a los corazones les falta resuello, que necesitan de alguien que les hable de Dios. Con urgencia, sin miramientos. No acabamos de comprender que lo visible, lo que percibimos por los sentidos, es parte infinitesimal de lo REAL, del conjunto místico de la creación.

Todo parece invertido, como del revés. La cultura y los valores se manipulan con impunidad, y nos perdemos en mil fantasías, en circunloquios estériles. ¡Qué soledad experimentan muchas personas entre tanta habladuría.

!Pero no todo está perdido, ni todo es tan negativo como pueda parecer. La resurrección de la alegría trascendente se sigue produciendo a cada instante, en muchos rincones del mundo. Almas desconocidas que encuentran a Dios y que vuelven a sonreír. Personas capaces de amar hasta el martirio. Personas capaces de consumirse por amor en el suspiro de los días.

Hace poco un amigo me recordaba que también Dios está en los malos versos. Y yo pensaba en todos aquellos hombres que parecen lejos de la gracia, pero que sin embargo pueden convertirse, cambiar. Depende en gran parte de nuestro ejemplo. Por eso debemos aprender a confiar más en Dios y muy poco en nosotros. Debemos aprender a rezar con más fe, en un diálogo cada vez más íntimo y poderoso. Profundizando en la verdad de las cosas y poniéndonos en el lugar de los demás. Para comprender siempre, para disculpar. Para ser otro Cristo.

El amor de Dios borra el agobio del tiempo y las tristezas de la vida. Se establece un orden inverso al egoísmo. Cada acto resulta ser una rúbrica eterna. ¡Qué maravilla entonces ser hombre! El amor da Vida a nuestras vidas. Y el yo se hace don. Con buen humor.

sábado 14 de julio de 2007

Carta a un padre de familia

Querido amigo, sé que tu situación no es fácil. Me lo vas a contar a mí, que también derrapo por la prosodia de la turbulencia familiar. Pero es que un buen día te enamoraste hasta las cachas de la que es tu mujer y, libremente, te casaste con ella, con la chica más excepcional del planeta Tierra. ¿Lo recuerdas? Porque a veces se nos olvida, y dejamos de apreciar lo excepcional entre las virutas de la cotidiana tarea. Y aparcamos nuestro principal afecto en hospedajes que no vienen a cuento. Olvidando que el amor es sobre todo una responsabilidad.

Dejemos por un momento a los niños aparte. Que un respiro nunca viene mal. Quiero que te fijes en ella, en tu mujer. No, así no vale, hay que observarla más detenidamente, despacio, como si te fuese en ello la vida. ¿Qué es lo primero que adivinas en su proceder? Bien, bien, vale. De acuerdo. Mil respuestas surgen. Que es una despistada, que es una pesada, que no se cuida, que se enfada por cualquier cosa… Sin embargo, si aprendemos a mirar por debajo de las apariencias, lo positivo prevalece y nos llega un mensaje muy nítido: nos están esperando. Con avidez.

De hecho todo lo demás es resultado de esta espera. Tu mujer, y la mía, nos esperan detrás de cada minuto, de cada descuido, de cada rabieta. Por simple que pueda parecer, ellas nos prefieren mil veces a la televisión o a cualquier otra rebaja. Su naturaleza necesita ser mecida por nuestra ternura, o por una inteligente conversación. Además les encanta cotillear en el misterio que es el propio matrimonio, entre su aderezo y perfume, en el auspicio que es cada encuentro. Y los hombres, querido amigo, debemos aprender a convertir cada segundo que con ellas estamos en una sorpresa, en un regalo precioso. No debemos perder jamás el don del noviazgo.

Tu mujer sigue siendo la misma que hace no muchos años provocaba en ti un raro y alborozado frenesí, por la que bebías los vientos. La misma. O quizá mejor. Te ha entregado su vida, en una fiel y continuada festividad de gozo, cuidados e hijos. ¿Por qué seremos tan necios los hombres, tan encenagados en la voluptuosidad y en lo mundano? Pero es así. Y con la rutina dejamos de asomarnos a los ojos y al alma de nuestra mujer -recuerda, la más bella del planeta Tierra- y preferimos digamos el fútbol a acariciar la luz del sol en su rostro.

En la vida muchas veces nos perdemos lo mejor. Muchas, muchas veces. Y dilapidamos el tiempo en chirigotas y supercherías. ¿Será posible que lleguemos a creernos que hay cosas más importantes que nuestra mujer y nuestros hijos? Sí, mírala bien. Y mira a tus hijos, mientras juegan. (Yo también lo hago). Sin ellos no seríamos de verdad nosotros, y nuestro corazón se convertiría en una algarabía de sobresaltos, lamentos y ruinas. No te acostumbres a sus palabras o a sus labios, a su pelo o a su piedad, a sus gritos o a su carácter. Todo ello es tu familia. Y tu familia es para ti el querer de Dios.

viernes 13 de julio de 2007

Hipótesis sobre María

Vittorio Messori (Sassuolo di Modena, 1941) ha escrito mucho. Libros tan interesantes como Cruzando el umbral de la esperanza (Rialp), esa larga entrevista con Juan Pablo II; El gran milagro (Planeta); Opus Dei, una investigación (Rialp); Dicen que ha resucitado (Rialp), etcétera. Recuerdo que el primer libro suyo que leí fue Informe sobre la fe (Biblioteca de Autores Cristianos), una muy interesante serie de conversaciones con Joseph Ratzinger. Lo leí allá por el año 1986. El estilo de Messori es incisivo, de una gran curiosidad intelectual, pero sobre todo espiritual. Su escritura maduró en el artículo y en la entrevista. De sucesos culturales para más señas. A raíz de su conversión decidió que había que aprovechar mejor el tiempo y se puso manos a la obra, en unos textos de calado religioso. Es un gran reportero de la Providencia de Dios, del hecho sobrenatural, de la inquietud espiritual de las almas. Y lo hace a la vez con desenvoltura periodística y rigor de investigador.

Ahora sale a la luz en español su Hipótesis sobre María (Libros Libres). María, Madre de Dios y Madre nuestra. Hija de Dios Padre y Esposa de Dios Espíritu Santo. Más que ella sólo Dios. Letanía de amor. Inmaculada concepción. Puerta de la esperanza. Reina de la paz. Mujer por encima de todo. Femenina determinación. Cautivadora belleza. Ternura infinita. Su fuerte son los detalles, que prodiga con puntual delicadeza. Se inclina enseguida, cuando tenemos el menor tropiezo. Nos acaricia el alma y cura las heridas. No puede vernos sufrir. Somos sus hijos. Y sufre su Corazón con nuestros continuos errores. Es nuestra Madre y nos conoce muy bien. A cada uno. Se adelanta, intercede, sostiene. Al menor descuido nos sonríe y resucita el pulso espiritual de una vida que parecía perdida para lo divino. Admirable en su humildad, no nos pierde de vista. Su mirada es la misericordia de Dios.

Una mujer. Pero no una mujer cualquiera. Concebida sin pecado. En su regazo la historia universal cobra una proyección distinta. Los grandes de la tierra apenas son nada. El destino del mundo está en manos de las almas sencillas. Como ella. Lo doméstico, el sacrificio escondido, el trabajo… Esas cosas tan de cada día, por amor, son la verdadera conversión, la revolución pendiente. La vida común, lo corriente. Todo eso es oración. Ella nos lo enseña. Como dice un poeta: “Sabes que estás enamorado / de ella, de su fe tan femenina, / de su alma vestida de palmera, / de esas manos que rezan / mientras atiende a su familia”. Pues eso.

El libro de Messori nos muestra todo esto de manera fascinante. Está presidido por la impronta de su amor a la Virgen. Algo que para nada esconde. Está persuadido -como yo lo estoy- que María es la mujer por excelencia. Ella es la fisura por donde la gracia de Dios se asoma a la Historia. Ella es la corredentora. Impresiona mucho durante la lectura del libro la constante reflexión del autor, el rastreo que sigue a lo largo de mil sucesos: teológicos, históricos, literarios, doctrinales, artísticos, milagrosos… Nada parece escaparse a su atenta mirada en estos apuntes. Pero todo ello se le va transformando en oración, en una escritura que reza. Debo decirlo porque es así. Lo que no quiere decir que el libro sea un montón de frases pías, algo melifluo. Nada más lejos.

El lector inicia el libro con curiosidad manifiesta. Y se engancha a una aventura de carácter sobrenatural, pero a la vez muy humana. ¿A estas alturas? Pues sí. En pleno siglo XXI la Madre de Cristo, María, sigue intercediendo por el hombre, sigue manifestando su presencia, su atención y su ternura. Su curación. Ahora que los católicos vivimos momentos de contradicción. Como dice Messori: en un intento de “asimilación”, de desacralización, por parte de los enemigos de la Iglesia. Y se ocupa de las apariciones marianas, de las añagazas de los llamados intelectuales (que hablan de montajes o de “proyecciones mentales”), de la devoción mariana a lo largo de la Historia y su papel central en la fe.

La agilidad narrativa se agradece. Así como el continuo salpicar de anécdotas y enigmas. El análisis de Vittorio Messori en Hipótesis sobre María cobra emoción y certeza según se suceden las páginas. Asistimos al misterio del amor de Dios en estado puro. Y al concluir queda en el alma una caricia. Y una sonrisa.

Precioso y oportuno libro. Para todo tipo de lectores. Su convicción y planteamiento no defraudan. Esto es mucho más que una hipótesis. Es un libro que nos habla de la sublimación de nuestras vidas, del asombro del alma en la intimidad de María.

jueves 12 de julio de 2007

Carta a Jaime Siles

Hola Jaime. Hablé contigo hace un par de días. Me reconforta escuchar tu pasión por la poesía, saber de tus proyectos, de tus idas y venidas. Te escucho embobado, como siempre. Aprendo sobre todo de tu vitalidad, de tu capacidad de trabajo. Me gusta percibir en tu voz la emoción del poema y el cariño a tu familia. No creas que existe mucha gente que se toma en serio la vida. Ya lo sabes. La desperdician entre los escombros del tiempo y su vanidad, en una pérdida irrecuperable. Y me preguntas por Ana, que gracias a Dios está bastante mejor. Y hablamos de los hijos, con orgullo de padres.

Pasan los años ¿verdad? Se suceden los libros y las estaciones. Y aquí seguimos: amigos. Es lo más importante. Intentando indagar en la presencia de Dios, en el idioma del amor que sostiene la columna vertebral del hombre. Parece imposible, pero de nosotros depende hacer un mundo mejor, menos moribundo. Para ello -lo hemos hablado tantas veces- debemos perder el miedo a la verdad, perdonar siempre, impulsar la revolución de lo sencillo. Nuestras vidas son un misterio y una constante resurrección. Por eso escribimos: para renacer, para comenzar de nuevo, para aprender por fin a contemplar en la belleza -o en el dolor- esa providencia que nos lleva de la mano.

Las palabras nos ciñen el alma. Sin remedio. Sabemos que hay en ellas una sintaxis divina, algo que transforma su sentido en una realidad que nos trasciende. Tú, Jaime, ya estás en el secreto. Escribimos para amar, para navegar por el lenguaje con la fuerza del viento que es Dios. Es entonces cuando empezamos a comprender, y nos sumergimos en el horizonte de la luz, y cada color es un sonido que rima con el silencio de lo invisible. Los poemas son trabajo, es cierto, un paciente mimo. Pero nacen en la inspiración de lo cotidiano. En la intimidad del tiempo, que va desprendiéndose de las horas, de los días y de las semanas. Un tiempo sin tiempo. Donde germina un beso, esa ternura sobrenatural que nos mantiene con vida.

Jaime, a veces me pregunto: ¿quién sabe verdaderamente de poesía? ¿Aquél que recita la liturgia del arte métrica, de la erótica yámbica o sáfica? ¿El que se sabe al dedillo el anacreóntico ritmo, o el osiánico, da lo mismo? ¿El que tercia en el parnaso de las musas o juegos florales como en su casa? ¿El que hace tesis doctorales de lo más nimio? Es evidente que ese saber es gran cosa, e imprescindible en su rigor. Pero insisto con mi pregunta: ¿quién sabe verdaderamente de poesía? Porque creo que no todos los poetas saben. ¿Quién sabe de poesía? ¿El que lee? Puede. ¿El erudito? Puede. Pero yo me quedo con la duda. Y me inclino a pensar que el que más sabe de poesía es el que ama mucho. Esa persona podrá escribir versos tal vez, o ser un gran lector. O todo al mismo tiempo. Pero puede que no. Quizá trabaje en un banco, en un estanco o en un taller. Y te digo esto porque conozco mujeres y hombres que sin escribir y siendo lectores moderados saben de poesía mucho más que yo. Tienen la inspiración más delicada y la expresan en su trato, en una conversación que se abisma en el alma de las cosas. Para remontar el vuelo hacia lo más alto.

En fin, perdona estas confidencias. Mi concepción de la poesía es como es. Engloba todo el ser. No sólo es cosa de unos pocos. Ya me conoces. Hay gente que “escribe” la poesía más exquisita con los ojos, o con una sonrisa.

Cuídate mucho. Tú eres de los que sabes de poesía. En todos sus aspectos. Bien me lo demuestras con tu amistad leal o con libros como Pasos en la nieve (Tusquets) o Himnos tardíos (Visor). O con la pedagogía y la sabiduría de esa cita semanal en el Suplemento cultural del ABC, que es la mejor crítica literaria que se hace en España. Un gran abrazo.

miércoles 11 de julio de 2007

Evocación de Jane Kenyon

No existe el tiempo. Nada. Para ninguno. No hay distancias. Ni estás muerta. Leo tus ojos. Vives en tus versos. Sin tiempo. Te miro. Estás. Aquí. Conmigo. Dios nos une en el infinito de un no lugar. Poesía. Palabras en silencio. Presencia. Lo sé. Vives todavía. Siento el tacto de tu creencia en el libro. Una paloma posa su vuelo en el suelo. Cerca. Se recogen sus alas en un verso. En el centro del corazón. Te conozco. Desde siempre. Y reconozco a Donald. Tu marido. Contemplo ahora el cielo de Michigan. Sin nubes. Y un extraño aliento atrae al misterio. Naciste para no morir. Es tu alma. Releo su sonido. En mi casa. Silencio. Sin distancias. Sin tiempo. Estás aquí. Dicen que es julio. Los dos sabemos que no. Es otra cosa muy distinta. Tal vez la infancia de la luz. Quizá el amor de Dios. Sí. Eso es. Dios. Su amor. Tú y Donald. Ana y yo. Los cuatro. Vivos. En la eternidad de tu porche. ¿Ves? Sigue tu libro en mis manos. Lo has logrado. Tus poemas saben de memoria mi vida. O es mi alma. Estoy bien aquí. Contigo. Dentro de Dios. En rumor de amor. Sin distancias. Feliz. Jane Kenyon: eres un don. Y no sólo para la poesía.

Miguel Ángel Blanco

Te recuerdo Miguel Ángel. Recuerdo tu asesinato. Recuerdo que por un tiempo nos quedamos con el alma a la intemperie. Recuerdo el tiro en la nuca. Recuerdo una muchedumbre de manos blancas, limpias de sangre y de excusas. Recuerdo mis lágrimas junto a mis hijos. Recuerdo el vértigo estremecido de los españoles de bien. Recuerdo aquella espera. Recuerdo que rezamos en familia. Recuerdo la rabia. Recuerdo que sentí tu miedo. Recuerdo la impotencia. Recuerdo que pensé (y pienso) que me hubiera gustado estar a tu lado.

Y a tu lado estoy. Desde entonces. Siento orgullo de ser español, y que una parte de mi sangre sea vasca. Me diste ejemplo. Nada de viscosa inquina: amor a raudales. Es lo que nos enseñas unos pocos años más tarde. Ya no más palabras. Recordarte para unos será volver a la emoción de unos días dramáticos, para otros será un escozor de conciencia (si llega). Obras, obras, obras. Un poco de coherencia. Ahora ya los ves, separados por la mezquindad de una propaganda o de una consigna. Tus padres más solos. ¡Que vacía se nos queda a veces la política! Y tú, desde el cielo, nos miras. Con pena.

Gracias Miguel Ángel.

martes 10 de julio de 2007

Entre dos infinitos

Dos infinitos: Dios y el hombre. Porque también el hombre es, por filiación, infinito. Y entre uno y otro todo lo que forma parte de nuestra vida. Nuestros amores, nuestros sufrimientos, nuestras alegrías, nuestro trabajo, nuestros amigos… Todo. Y “entre dos infinitos” germina también la poesía: signo de la inmortalidad del hombre, de la santidad de las cosas. Ahora que tanto se olvida la sacralidad de la vida.

Las palabras van adquiriendo una cadencia y una armonía. En lo de cada día. En lo más sencillo, en lo normal, pero con vertical perspectiva -verso sobre verso-, en lo más alto de la consciencia que significa saberse amado. Y los poemas nos van traduciendo el silencio y la trascendencia de nuestra respiración.

Hacía más de veinte años que no escribía ningún poema. Y de un tirón escribí “El vértigo de la vida”. Y otros más. Me pillaron como desprevenido. No me lo podía creer. Al principio los poemas eran breves, de tono más lírico, pero según iba transcurriendo el libro iba creciendo el caudal de cada poema. Los poemas se alargaban y lo lírico se tornaba más elegíaco. Con un fondo claramente religioso.

Forma parte indisoluble de mí: creo. Y como creo, amo. Y como amo, escribo. Y escribo porque rezo lo que miro y lo que siento. Percibo la emoción de los sentidos desplegados en la belleza. Percibo la eclosión de la luz en el tiempo. Por eso hay poemas en este libro mío que son verdaderas oraciones. Pero yo me pregunto: ¿Qué poema no lo es? ¿Qué poema no es plegaria, súplica, oración?

Soy consciente de que el libro no es para nada perfecto. (Perfecto sólo es Dios). Ni siquiera tiene una milésima de perfección. Pero en su imperfección está su gracia, aquello que más puede interesar al lector. El incremento lo pone Dios -estoy seguro- en cada alma que tenga el atrevimiento de leer Entre dos infinitos. El poeta no acaba de comprender que es el instrumento de algo mucho más importante, que sólo desde su humildad se puede vislumbrar lo infinito (¡qué bien lo supo ver Eliot!), ese sentido de la revelación y de la belleza.

Releo el libro. En el humus de su alfabeto encuentro el sustrato de tantos poetas queridos. Incluso amigos. Colinas y Unamuno, Siles y Salinas, D’Ors y Cernuda… Y el citado Eliot, y Lope, y Juan Ramón, y Rilke, y San Juan de la Cruz, y Rosales. Y tantos más que conforman mi verdadera poética, la urdimbre con la que durante años y años he ido tejiendo mi mundo espiritual, lo más íntimo de mi personalidad.

Me gustaría que el lector se quedará con una idea madre. El anhelo más alto del hombre es amar y ser amado. Esa es la esencia del libro que aquí les presento. Pero creo que también de toda la poesía. Porque no otro es el afán más puro de nuestra vida.

lunes 9 de julio de 2007

Libro de la vida

Santa Teresa fue una mujer de una sensibilidad extraordinaria. Una mujer de grandes ideales, que no se conformaba con cualquier cosa. Ella ambicionaba una perfección, una excelencia que transformaba todo su actuar en una constante revolución espiritual. Con genio, pero también con mansedumbre. Luchando siempre consigo misma. Y Teresa se enamoró muy pronto del Amor, siendo apenas una niña.

“Quien a Dios tiene, nada le falta”. Y verdad es que no le faltó de nada. Sufrimientos terribles y una alegría interior inefable. Tentaciones, incomprensiones, soledad; pero a la vez una vida ordinaria salpicada de unas gracias muy especiales de Dios. Fue su vida la más completa identificación con el Amado. Pero esta alma inaudita y tan poco frecuente, fue piadosa pero sin ser pacata, era contemplativa pero con los pies muy bien afirmados en el suelo, con un sentido de la realidad que sorprendía a sus contemporáneos, igual que nos sorprende a nosotros ahora.

Pocas veces en la vida de algún escritor se ha dado tan perfecta armonía entre obra y vida. Todo ello con una humildad que pasma al lector. Obedeció siempre. Hasta para escribir. Y obedecía porque su alma -toda su vida- no le pertenecía. Y Teresa era muy consciente de ello.

Le gustó siempre alternar con personas virtuosas y fue una gran lectora. Pero su anhelo por Dios pronto dejo atrás libros y trato social. Vio claro que por esas fisuras se le escabullía la fuerza de su alma y que lo que necesitaba era profundizar en la oración. Y fue ahí donde encontró luz en las tinieblas, consuelo en la aflicción.

El Libro de la vida -editado ahora primorosamente por Lumen- es muchas cosas, pero sobre todo es un tratado sobre la oración, sus grados y manifestaciones, y también su contraluz. En una prosa que discurre sobre un cauce existencial, entre un caudal que la arrastra hacia la intimidad del Amor. Sí, es la detallada historia de las misericordias de Dios, pero también de la lucha gallarda y de las argucias femeninas para no volver la vista atrás.

Uno no termina de asombrarse durante la lectura de este libro excepcional. Un libro de viajes, un diario íntimo… Con genio literario y pedagogía sobrenatural. Sin cosas raras. Una monja nada monjil, que reivindica la santidad de lo normal. Una constante reivindicación de la vida interior como única manera de alcanzar virtud, de aprovechar nuestras vidas con cierta vislumbre de felicidad, de autenticidad.

Su forma de narrar es sobria, íntima e intensa. El lector se siente interpelado. Es una prosa que tiene el don de conmover y de hacernos ver a Dios como posibilidad. Autobiografía espiritual que lo es precisamente por su gran humanidad. Escrita por una mujer nada conforme con las medianías. El libro más moderno de toda nuestra literatura clásica.

domingo 8 de julio de 2007

Lecturas de verano

En esta vida una de las cosas más difíciles de conseguir es llegar a conformarse con lo que uno tiene. E ir creciendo en lo que se es o en lo que se quiere llegar a ser. Sin dilapidar el tiempo, el dinero, las palabras o la felicidad. Sin distraernos de lo fundamental: ese amor que llevamos dentro, ese amor que a cada paso nos golpea la existencia y nos acerca a la verdad.

Uno pasa sus malos ratos, como todos. Pero con un atardecer para mis sueños y un libro entre las manos soy un hombre feliz. No necesito mucho más. Mientras contemplo sobre la toalla de mi anhelo la espalda y las piernas de mi mujer, que me indican la dirección de la luz. Y el tacto de la eternidad. Y la velocidad de los colores.

Leo, y cada día voy metiendo más libros en la maleta del viaje que es mi vida. Una maleta que espera este verano llegar a horizontes apenas entrevistos. Libros en su mayoría nuevos, y otros leídos con menos años y que me recuerdan lo que soy en lo que fui. Seguramente no los leeré todos -o tal vez sí-, pero es igual, estarán conmigo, me acompañarán a Teruel, a Santander o al Pirineo. Y conseguirán que mi alma se abra paso entre el misterio del tiempo, del mar o de las acacias.

Y que comprenda un poco mejor esta constante mudanza que es la edad. Todo ello entreverado de belleza, caricias y gozo. Es en sus páginas donde me siento perdurable y reconozco mi hogar. Libros como Los mandarines, de Wu Jingzi (Seix-Barral); Alejandro Magno, de Gisbert Haefs (Edhasa); la Vida de Benvenuto Cellini (Cátedra); Ronda nocturna, de Waters (Anagrama); La diligencia inglesa, de Thomas de Quincey (Atalanta); Lírica de una Atlántida, de Juan Ramón Jiménez (Galaxia Gutenberg); Hacia los confines del mundo, de Harry Thompson (Salamandra); o el Libro de la vida, de Santa Teresa de Jesús (Lumen)…

La maleta está a rebosar. Sólo menciono algunos títulos a la espera de partir, del inicio de unas vacaciones en las que intentaré desvelar el prodigio de la lectura y la intriga que es su silencio. Al otro lado del cuerpo, del sonido y del mundo.

sábado 7 de julio de 2007

Un poeta en el gobierno.

Lo siento, me he enterado tarde. Pero para compensar, en cuanto lo he sabido me he quedado traspuesto. Miradle: ¡dichoso mortal! Oh, no es todavía consciente. Hay que darle tiempo para que asimile la responsabilidad de su oropel. Un nuevo oriente se abre ante su vida. ¡Qué dicha!

Traspuesto es poco, estoy anonadado. Un poeta ministro de cultura. ¿Durará la dicha en casa del pobre? ¿Mal poeta, buen poeta? Da igual, es ministro. Aunque haya sido elegido en época de rebajas. Mi-nis-tro. Y eso es algo de lo que quedará constancia en los anales. Y los vates algo saldremos ganando. Digo yo. Al menos los mejores. Aunque, conociendo el paño, de esto ya no estoy tan seguro, la verdad. Y no lo digo por él.

Bueno, el caso es que un poeta en el consejo de ministros alegra la vida de cualquiera. Yo me siento más, no sé, más interesado ahora por lo público. Como a la expectativa. Para él será una experiencia digna de inspiración. Porque tonto no es. Y cavilará y tomará notas, y puede que hasta se le ocurra -entre acto y acto- algún proyecto de ley que merezca la pena. Otra cosa es que le dejen. Desde luego su nombramiento es un tanto a nuestro favor, porque la reflexión y el vocabulario no es el fuerte de este gobierno.

Albricias pues. Ya era hora. Un poeta ministro. Da igual el signo político. Puede que hasta aliente al resto a trascender un poco su ramplonería. Pero temo lo peor. Temo que muy pronto caiga en el desencanto. Y que los demás colegas le miren de medio lado, sin fiarse. Y tal vez llegue a pensar: “¿qué hago yo aquí, entre estos mezquinos?”. Cuando se dé cuenta de esto ya no habrá remedio. Dejará de ser ministro. A él le quedará el consuelo de sus versos. Y a los demás una dulce melancolía.

viernes 6 de julio de 2007

Libros, libros, libros... Y nuestras vidas.

Acabo de poner punto final a un libro en el que llevaba trabajando meses. Pero sus 34 poemas no están enhebrados por el tiempo. Su origen reside en el cuerpo de mi mujer, y el amor escribe en el poema nuestra comunión; nuestra armonía de caricias, deseo y don. Es un libro muy físico, donde los sentidos van calibrando la alegría del alma. Estoy contento, aunque sé que dentro de unas horas apenas me parecerán bien tres o cuatro poemas. Y mañana quizá estaré tentado en reescribirlo de nuevo.

Mientras tanto me pongo a leer Cinco cartas a Elena, del poeta francés Jacques Darras (Linteo Poesía). Y me tranquilizo, y me conmuevo. Comienza así:

"La belleza es la realidad.
Lo inverso ya no es seguro.
La belleza no es reversible.
Ella es el tema absoluto.
Sólo nos tolera a ti o a mí.
Que somos sus servidores.
Sometiéndonos a nosotros mismos.
La belleza nos libera.
La belleza del amor es más hermosa que la muerte.
La belleza del amor nos libera de la muerte".

Sobre la natalidad.

Una sonrisa ambigua. Un presidente de gobierno estancado en su imagen. Unas palabras que no se corresponden con los hechos. Una ayuda de 2.500 euros por niño nacido. España es un país de viejos.

Mientras tanto la familia sufre el acoso de una gestión gubernativa tan atrabiliaria como bien planificada. De fondo una religión católica a la que se quiere reducir a su mínima expresión. “España necesita niños”, dice. No es mala frase en boca de alguien que fomenta el aborto a discreción. De todas formas ¿creen que los españoles son tan tontos como para que por 2.500 miserables euros vayan a sufrir un repentino ataque de generosidad en la procreación? Yo no me creo que ustedes lo crean.

Todo no se arregla con dinero. Y menos cuando los referentes morales se difuminan en un escepticismo galopante que es indicio de un fracaso social. Estamos necesitados de una cultura de la vida. No se puede promover la natalidad con una propina de 2.500 euros mientras continúa la promoción del divorcio, el holocausto del aborto, la manipulación embrionaria o la posibilidad de la eutanasia como un eufemismo más de la ternura.

O una cosa o la otra. ¿Y plantearse las adopciones de niños en gestación, esos niños no deseados por sus madres? Leo en la prensa que desde 1985 son más de un millón los asesinatos abortivos en España. Más de un millón de niños a los que no se les ha dado ninguna posibilidad. Con tantas muertes me río yo del estado del bienestar. No, no se fomenta la información y la ayuda para todas esas madres. Directamente se las lleva al corredor de la muerte. Sin opciones. En un auténtico terrorismo legal.

En España, hoy, promover la natalidad significaría una verdadera revolución moral. Es algo más que un cambio de gobierno. Es una conversión personal. Porque en el fondo de todo esto late el verdadero problema: el eclipse del sentido de Dios y del hombre (Juan Pablo II). Cada uno deberíamos preguntarnos con frecuencia: ¿soy realmente feliz? Y actuar en consecuencia, sin miedos a los prejuicios ideológicos o de tropa.

Yo aconsejaría al presidente la lectura de un par de libros muy ilustrativos. Para el verano. Porque una cosa es intentar sacar unos cuantos votos de las familias y otra muy distinta querer ver la verdad. Los libros son: Arquitectos de la cultura de la muerte, de Donald De Marco y Benjamín D. Wiker y Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, de Thomas E. Woods Jr. (los dos editados en Ciudadela). Creo que se complementan muy bien e ilustran cabalmente sobre algunos asuntos que andan confusos en su respetable magín.

Desahuciar el alma de toda trascendencia es desahuciar al hombre de cualquier atisbo de felicidad, de verdadera fecundidad. Sea ésta espiritual, intelectual o de natalidad.

jueves 5 de julio de 2007

Cine europeo.

Bruselas. Burócratas de la Unión Europea. Alguna lumbrera decide que hay que dinamizar el cine del viejo continente. Contratan una agencia de publicidad, que ya es simplismo. ¿Amigos de quién? Pero bueno, eso casi es lo de menos. Lo que importa es la forma en que se ha decidido impulsar un cine que en su mayor parte es un bodrio. Y no quito ni una palabra. Son pocos los que se salvan de una imaginación tediosa y de una estética turbia. La gente no vamos casi a verlo porque nos aburre. Y nadie gasta su dinero en un tostón. Venden sus filmes como novedad vanguardista cuando en realidad se mueven en un rancio existencialismo (con todos los subgéneros que se quieran) o en una farsa bufa en busca de subvención.

Las buenas películas no necesitan de excesiva publicidad. Saben contar una historia que emociona o hace reír. También las hay europeas. Películas como las de la polaca Agnieszka Holland, del italiano Roberto Benigni, de los alemanes Marc Rothebund y Volker Schlondorff, o de los españoles José Luis Garci y Enrique Urbizu (al que no me une ningún parentesco que yo sepa, aunque todo pudiera ser). Y no me quiero olvidar de la magnífica Solas, de Benito Zambrano.

El caso es que llegó a Bruselas la agencia de publicidad con su propuesta. Lugar: sala de juntas adyacente al despacho del preboste político. Todos funcionarios. Y juntos ven el DVD. Termina. Se miran satisfechos. Hay copias para todos. El anuncio está acorde con el orgasmo mental de algunos. Decidido, mañana estará firmado. ¿De verdad creyeron que un anuncio vulgar va a conseguir que el cine europeo se tome más en cuenta a la hora de elegir? ¿Es ingenuidad, es estupidez o es que el dinero sobra?

Desde luego han conseguido llamar la atención. Escenas sexuales de todo tipo. En una constante convulsión que el burócrata explica como la quintaesencia de las emociones, como una metáfora del apasionamiento europeo. Eso que por lo visto no tiene el cine americano de hoy. En fin. Será que no han visto las mismas películas que yo. Por ejemplo las de David Lynch o Ron Howard. Una historia verdadera y Una mente maravillosa sin ir más lejos. Y es que en Europa hay tres obsesiones que persisten en el imaginario progre: la burla de lo católico, lo antiamericano y la degradación sexual. Y así nos va.

Una buena historia exige levantar un poco el vuelo, salir de la costumbrista ciénaga inmoral. Sólo así un guión tendrá alma y conseguirá llegar al corazón del gran público.

miércoles 4 de julio de 2007

Mi casa, los libros y Léon Bloy.

Mi casa sin libros sería una vida vacía, una casa sin alma. Los libros son el anclaje de cada cosa que hago, allí donde acudo para cerciorarme de que todo va bien. Y en los momentos más duros me siento en el sofá y contemplo la policromía de las estanterías, y mi reflejo. Me levanto de cuando en cuando, tomo algún volumen, lo hojeo… En este caso vuelvo a sentarme con el libro en las manos. Se trata de los Diarios, de Léon Bloy (Acantilado). Un escritor muy amigo de Maritain. Muy leído por Borges, buen catador literario. Un escritor católico converso que apenas es leído hoy. Un hombre que sorprende por el pasmo de su sinceridad, de su fe, de su sensibilidad. Su prosa es intrépida y ardiente. Sus Diarios son lo que prefiero de él. Y son abundantes las ocasiones en las que el teléfono o la llamada de mi mujer me sorprenden así. Y yo sigo absorto, en silencio, incapaz de responder. Leo.

Los libros son muchas cosas. Un regalo, el recuerdo de una mañana en la playa con 16 años, estudio, buscando a Pound en México D.F., el testimonio de una vida, la sabiduría de tus maestros… En todos ellos se remansa el tiempo esperando que el lector pulse el fundamento y se abra su alma en la escritura. Hay alguno que lo conoces tan íntimamente que basta con acariciar sus tapas, su encuadernación. Sin necesidad de palabras.

Una casa para ser considerada como tal necesita estar habitada, necesita del entramado vital de una familia. Y esos libros son parte de ella, de mi familia. Son el testimonio escrito de personas. Muchas de ellas más cercanas a mí que otras que deambulan por mi existencia. Un libro es un constante diálogo, una conversación siempre a punto de ser iniciada o retomada donde la dejamos la última vez. Un libro es susceptible de ser amado. No el papel en sí o a la tinta -que también-, si no al espíritu que lo trasciende, aquella persona que fue capaz de conocerme quizá desde hace siglos.

En cada rincón de la casa hay un libro. Debe haber un libro. O varios. ¿Desorden? Seamos positivos. Representan una oportunidad. Para demorarnos un momento en el alma, para pensar sin prisas, para ahondar un poco más en la belleza. Incluso para rezar. La persona que lee no sólo aprende a fortalecer su inteligencia, su memoria o su vocabulario. La persona que lee -puede que sin ser consciente de ello- provoca que su alma se ejercite en una gimnasia que pudiera ser el germen de su esperanza real y de su salvación. Porque leer es una actividad eminentemente espiritual (no hay que tener miedo a ciertas palabras), y un buen libro es símbolo de algo que nos conmociona de por vida. Por eso mismo voy a seguir leyendo estos Diarios, de Léon Bloy.

martes 3 de julio de 2007

Día del orgullo cristiano.

¿Por qué no? Elijamos un día. Un día cualquiera, porque para un cristiano todos los días del año son una constante fuente de gracia y se viven con un muy consciente orgullo. Escojamos pues. No podemos quedarnos atrás. Ya puestos en el mare mágnum mediático habrá que espabilar rápido. Un día en el que sin subvenciones ni mascaradas salgamos a la calle sin vergüenza de ser lo que somos. El estrambote lo dejamos para la ministra. Un día en el que reivindiquemos el estatus de gente normal, de padres y madres de familia que viven, aman, se reproducen y mueren como lo han hecho los seres humanos desde Adán y Eva. Lo otro es lo extraño, no lo habitual. Pero a base de una muy bien estudiada propaganda se ha producido la inversión: lo raro es ser normal. Tener hijos es un escándalo propio de una derecha vaticanista. Porque hay expertos -cada tontería requiere del asociado experto- que demuestran científicamente el esperpento como carnaza de telediario. Y a base de repetir una y otra vez las mismas soflamas hay quienes se lo creen y asienten.

Nada, hay que escoger un día. Yo propongo el 25 de junio. No es mal día y además es mi santo. Ya lo saben: 25 de junio, día del orgullo cristiano. Lugar: el parque del Retiro. (En España, digo, porque en otras ciudades del mundo el lugar está por ver). Que no tema el alcalde de Madrid. Las familias somos gente de orden. Pero será un día festivo cargado de emotividad. Nos comeremos unos bocatas y habrá un concierto por todo lo alto. Pop, rock, hip hop, soul, jazz y hasta canción española. Discursos pocos, y de políticos menos. Y testimonios de personas que nos harán llorar con su entrega heroica a los demás. Reivindiquemos nuestra forma de vida. Ya está bien de complejos y de pedir perdón. Porque aquí, a la hora de la verdad, los únicos que respetamos somos nosotros, los cristianos. El mundo llamado progresista está plagado de inquina y conciliábulos de interés. Toda una fachada que se sostiene en la mentira, en un exhibicionismo hueco. Y se apoyan unos a otros para seguir papando del presupuesto.

El día del orgullo cristiano no debe ser algo pío o clerical. Es la manifestación de nuestra felicidad. Por lo tanto las cosas de cada día: el biberón de los niños, los abuelos, la tertulia familiar… Es decir, esa solidaridad evangélica que la revolución francesa y otros hitos anticristianos convirtieron en la coartada más cínica para el asesinato. Basta leer la Historia, y los testimonios de muchas personas (algunas mártires). Pero la rutina de las portadas de los periódicos nos deja en el alma el poso de un mundo que a fuerza de hedonismo materialista y de un mal entendido pragmatismo político ha dejado de creer en Dios, y por lo tanto en el hombre. Se cree en el placer inmediato. Exclusivamente.

Desde hace años estamos en guerra, porque entre otras cosas hemos perdido la paz de espíritu. Hay un terrorismo espiritual que se manifiesta en sacrilegios tales como el aborto, la eutanasia, el tráfico de mujeres, de niños o de órganos, la ablación, la manipulación genética, etcétera. Pero también en el ocultismo, el esoterismo, el new age, el mercadeo de hostias consagradas, las misas negras o el espiritismo más variado y demoníaco. Y lo peor de todo: la masonería. Este terrorismo espiritual requiere de los cristianos no ya un día de orgullo, requiere de toda una vida comprometida.

Pero por algo hay que empezar. Tengamos también nuestro día del orgullo cristiano. Sin desprecios ni gestos obscenos. Nuestra divisa es la caridad. Aunque eso no quita para que pequemos de ingenuos, de paletos piadosos. El asunto es claro: nos quieren relegar a las catacumbas, mientras legalmente van aprobando sus leyes laicistas y se ríen en nuestras barbas. No será por más tiempo. Que alguien coja el relevo. Que el día del orgullo cristiano sea un acicate más para la esperanza. Y puede ser cualquier otro día, aunque no está mal el 25 de junio.

Una precisión: todo esto no significa ir contra nadie. Muy al contrario. Pero desde luego yo no estoy dispuesto a retroceder ni un paso más. Y otro matiz: la verdadera alegría -la profunda, la que no se agota en una astracanada- es cristiana. Y lo saben.

lunes 2 de julio de 2007

Lenguaje ministerial.

Escucho por la mañana lo siguiente: “Las fuerzas de seguridad están trabajando a tope”. Si estas palabras hubieran salido de la boca de alguien en el marco de una tertulia informal o tomando el señor Rubalcaba un par de cervezas en un bar, uno lo ve como normal. Lo que ya no me parece tan correcto es que las pronuncie dicho señor -que por cierto es ministro del Reino de España- en nutrida rueda de prensa, mientras comenta las penúltimas eventualidades respecto a la banda terrorista ETA.

Tal vez pueda pensarse que no tiene tanta importancia, que una frase coloquial entra dentro de lo habitual. Pero no, ese “a tope” es significativo del tiempo en que vivimos. Un ministro no puede expresarse como un alumno de la ESO en el patio del colegio. El mal uso del lenguaje es sintoma de una degradación, además de ser una desconsideración hacia el interlocutor u oyente. En este caso todos y cada uno de los españoles, que pagamos el sueldo del señor ministro y que no estamos aquí para ser sus colegas.

Cuando he escuchado la frase de marras la primera sensación que he tenido es de vergüenza ajena. La segunda la de pensar en que ese amago coloquial es una pista nada baladí a la hora de entender una determinada relación con los contribuyentes, algo que nos lleva a los prolegómenos de la demagogia. ¿Que exagero? Bueno, cada uno es libre de pensar lo que quiera. Pero yo estoy en mi derecho de exigir a los políticos un uso adecuado del idioma español, además de que sean más conscientes de lo que representan. Deben dar ejemplo de rectitud moral... y lingüística. Porque el lenguaje es una parte muy importante de la filología del alma. Si el vocabulario falla el pensamiento trastabilla y las ideas se precipitan en una inopia caótica, en un desalentado lastre social.

Una determinada manera de hablar nos lleva a una determinada manera de gobernar. Inopinadamente.


domingo 1 de julio de 2007

De política y sus vericuetos informativos.

Hace unos meses hablaba con Juan Manuel de Prada sobre lo duro que es escribir sobre política. La gente lo pide y pagan por eso, pero para el escritor de raza es un trago amargo. Cuesta escribir con frecuencia sobre las mismas extravagancias, sobre la insufrible demagogia y las mentiras del poder. Se hace muy cuesta arriba escribir sobre los mismos apellidos, y buscar entre la bruma de la actualidad los más selectos adjetivos que certifiquen la verdad. Es muy arduo enfrentarse cada día a la monotonía de la mediocridad institucional, a la política ácida, a la propaganda prêt-à-porter o a la carencia intelectual. Pero siempre nos quedará la prosa de algunos comentaristas, mientras los personajes se diluyen en su propia y endogámica casta.

Lo mejor que puedo decir sobre la glosa política es que me parece un deber moral. El que escribe no debe abstenerse de la realidad y debe formarse para esa vocación solidaria con los demás. Sin enjuagues ideológicos que dejan a las palabras disecadas. Porque hay personas que necesitan de ese acicate periodístico para empezar a pensar, para ir adquiriendo un criterio que les oriente en su responsabilidad. Es decir en su libertad de voto y de conciencia. Y para eso no nos hace falta ninguna asignatura de educación para la ciudadanía, no hace falta que el Estado nos reglamente el alma en una actitud gregaria. Cada persona recibe la educación de sus padres, en su familia, en el colegio por el que optan libremente. Si les dejan. Porque esa es otra.

Hay cierta tendencia ideológica de izquierdas -socializar la manipulación- que padece una verdadera obsesión por “educar” a nuestros hijos según su criterio. No han superado la patología marxista y su radical visión laicista de intentar desmontar lo cristiano. Y siguen chapoteando en un baño de consignas rancias que nos salpican a todos. Veamos, ¿cuál es la primera regla de ciudadanía democrática? Yo lo veo claro: que ningún político se meta en mi vida con leyes que manipulen mi libertad personal. ¿Y la segunda regla? Que el que lo haga dimita.

P.D.: Alguien tendría que decir a las cadenas de televisión que revisen muy despacio sus informativos. Ya no voy ni a comentar el sesgo ideológico, sus simpatías o intereses. Voy a otra cosa. Porque creo que esos informativos son parte sustancial de un derecho ciudadano. Claro, eso será cuando dejen de ser una continuada crónica de sucesos o la apatía de 20 minutos informando sobre el submundo futbolístico (los otros deportes deben ser producto de la imaginación). Todo ello repetido hasta la extenuación. ¿Para cuando una consistente y dilatada información política nacional e internacional? ¿Para cuando una información cultural digna? Las gracias del presentador de turno están bien para un cumpleaños o para un programa lúdico festivo, pero no para el prestigio de una profesión periodística que se ahoga en la cuenta de resultados de la empresa y en el ocultismo del poder.